Por The New York Times | Kate Golembiewski
Los seres humanos pasan unos 35 minutos al día masticando. Si los sumamos, se traduce en más de una semana completa al año, pero eso no es nada comparado con el tiempo que pasan nuestros primos masticando: los chimpancés mastican 4,5 horas al día y los orangutanes 6,6 horas.
Las diferencias entre nuestros hábitos de masticación y los de nuestros parientes más cercanos ofrecen información acerca de la evolución humana. Un estudio publicado el miércoles en la revista Science Advances analiza la cantidad de energía que las personas gastan al masticar, y cómo eso puede haber orientado (o haber sido orientado por) nuestra transformación gradual en humanos modernos.
Además de evitar que nos atragantemos, masticar hace que la energía y los nutrientes de los alimentos pasen al sistema digestivo, pero el acto de masticar en sí mismo nos hace gastar energía. Todas las adaptaciones de los dientes, las mandíbulas y los músculos influyen en la eficacia de la masticación humana.
Adam van Casteren, autor del estudio nuevo e investigador adjunto de la Universidad de Manchester, Inglaterra, afirmó que los científicos no han profundizado demasiado en los gastos energéticos de la masticación, en parte porque, en comparación con otras cosas que hacemos, como caminar o correr, no representa una parte significativa de todo nuestro uso de energía. No obstante, incluso las ventajas que pueden parecer pequeñas pueden desempeñar un gran papel en la evolución, y él quería averiguar si ese podría ser el caso de la masticación.
Para medir la energía que se emplea en la masticación, Van Casteren y sus colegas equiparon a los participantes en el estudio con capuchas de plástico que parecían “el casco de un astronauta”, afirmó. Las capuchas estaban conectadas a unos tubos para medir el oxígeno y el dióxido de carbono de la respiración. Dado que los procesos metabólicos se alimentan de oxígeno y producen dióxido de carbono, el intercambio de gases puede ser una medida útil para saber cuánta energía se consume en alguna actividad. Después de eso, los investigadores les dieron goma de mascar a los participantes.
Sin embargo, estos no recibieron goma de mascar azucarada; las bases de los chicles que masticaron no tenían sabor ni olor. Los sistemas digestivos responden a los sabores y olores, por lo que los investigadores querían asegurarse de que sólo estuvieran midiendo la energía asociada a la masticación y no la energía de un estómago que se prepara para una comida sabrosa.
Los participantes de la prueba masticaron dos chicles, uno duro y otro blando, durante 15 minutos cada uno. Los resultados sorprendieron a los investigadores. La goma de mascar más blanda elevó los índices metabólicos de los participantes un 10 por ciento más que cuando estaban en reposo; el chicle más duro provocó un aumento del 15 por ciento.
“Pensé que no iba a haber una diferencia tan grande”, aseveró Van Casteren. “Cambios muy pequeños en las propiedades del material que se mastica pueden provocar aumentos bastante sustanciales en el gasto energético, y eso desencadena todo un universo de preguntas”.
Dado que masticar alimentos más duros (o en este caso, un chicle más duro) requiere mucha más energía, estos hallazgos sugieren que los costos metabólicos de la masticación pueden haber desempeñado un papel importante en nuestra evolución. Facilitar el procesamiento de los alimentos mediante la cocción, la trituración con la ayuda de herramientas y el cultivo de plantas optimizadas para la alimentación podría haber reducido la presión evolutiva para que fuéramos supermasticadores. La evolución de nuestras necesidades de masticación incluso puede haber determinado el aspecto actual de nuestro rostro.
“Lo que no hemos podido averiguar es por qué el cráneo humano tiene un aspecto tan curioso”, dijo Justin Ledogar, antropobiólogo de la Universidad Estatal de East Tennessee, quien no participó en el estudio. En comparación con nuestros parientes más cercanos, nuestros cráneos tienen una construcción delicada, con mandíbulas, dientes y músculos masticatorios relativamente pequeños. “Todo esto refleja una menor dependencia de la masticación enérgica”, señaló.
No obstante, Ledogar dijo que tener un rostro más plano y una mandíbula más corta nos permite morder con más eficacia. “Hace que todo el proceso de alimentación tenga un costo metabólico menor”, añadió. Los seres humanos han desarrollado maneras de masticar con más inteligencia, no mayor fuerza. Van Casteren, quien espera continuar su investigación con alimentos reales, afirmó que le entusiasma la posibilidad de aprender más sobre la evolución humana.
“Conocer las causas ambientales, sociales y dietéticas que nos han traído hasta aquí, me parece sumamente interesante”, aseveró, porque le permite a la humanidad “intentar vislumbrar el brumoso camino que tenemos por delante”. Una fotografía sin fecha proporcionada por Amanda Henry muestra un sistema de casco con ventilación que los investigadores de la Universidad de Maastricht, Países Bajos, utilizaron para medir el oxígeno consumido y el dióxido de carbono producido durante actividades como la masticación. (Amanda Henry vía The New York Times) Una fotografía sin fecha proporcionada por Amanda Henry muestra a un investigador midiendo los músculos de la masticación de un participante con un dispositivo para ultrasonidos. (Amanda Henry vía The New York Times)