Por The New York Times | David Segal
Sentado en un sofá de una habitación con paredes de cristal, un niño de 2 años con una camiseta azul está fascinado por un episodio de CoComelon, una serie de dibujos animados llena de colores vivos, niños regordetes y canciones pegadizas como Miss Polly Had a Dolly y Ten Little Duckies. Tres adultos permanecen de pie frente a una puerta cerrada, observando al niño que mira la televisión. Uno de ellos estudia la pantalla de una computadora que muestra una imagen en directo de una cámara que apunta al chiquitín.
Es día de la investigación de audiencias en Moonbug Entertainment, la empresa londinense que produce 29 de los programas infantiles en línea más populares del mundo, que se encuentran en 150 plataformas en 32 idiomas, y con 7800 millones de visitas en YouTube solo en marzo. Una vez al mes, traen niños, de uno en uno, y les muestran un puñado de episodios para averiguar exactamente qué partes de los programas enganchan y cuáles no.
Para los mayores de 2 años, el equipo despliega una herramienta de nombre caprichoso: el Distractatrón.
Se trata de una pequeña pantalla de televisión, colocada a unos metros de la más grande, que reproduce un bucle continuo de escenas banales del mundo real —un tipo sirviendo una taza de café, alguien cortándose el pelo— de unos 20 segundos de duración cada una. Cada vez que un pequeño desvía la mirada del espectáculo de Moonbug para ver el Distractatrón, se apunta una nota.
“Lo que aparece en el Distractatrón no es muy interesante”, explica Maurice Wheeler, que dirige el grupo de investigación. Pero si no están totalmente concentrados, pueden decir: “‘Oh, ¿qué es eso?’, y se desvían. Podemos ver lo que están mirando y el momento exacto en que se distrajeron”.
Hipnotizar a los bebés es arte y ciencia en Moonbug, una potencia del entretenimiento infantil fundada en 2018 que fabrica y comercializa espectáculos para públicos de hasta 6 años. CoComelon, el diamante más llamativo de este joyero, tiene 134 millones de suscriptores en YouTube —el segundo canal más grande del sitio—y fue visto durante un total de 33 mil millones de minutos el año pasado, según informó Nielsen, más que El juego del calamar y Bridgerton juntos. Netflix dice que CoComelon ha aparecido en su lista de las diez mejores series durante 450 días consecutivos, y contando.
Si no tienes hijos, probablemente no hayas oído hablar de CoComelon ni de Lellobee City Farm, Little Baby Bum o cualquier otra oferta de Moonbug. Si tienes hijos, es posible que estos programas te hayan llevado al borde de la locura, de la misma manera que Barney y los Teletubbies volvieron locos a los adultos en su momento.
La diferencia es que estos programas se emitían en la era de la televisión con cita previa, mientras que hoy en día cualquier mocoso con un iPad puede ver Blippi, otra megafranquicia de Moonbug, todo el día, todos los días. En las redes sociales, los padres se desahogan bajo títulos como “He prohibido CoComelon por mi propia cordura” o se describen a sí mismos como “sobrevivientes a CoComelon”. Una usuaria de Twitter llamada Baylie Scott publicó recientemente: “Imagino que volverse loco se siente algo así como estar donde puedes escuchar dos episodios de #cocomelon sonando en diferentes habitaciones”.
Tales gritos de angustia estimulan a los magnates de los medios de comunicación, muchos de los cuales pasaron el año pasado cortejando a los principales ejecutivos de Moonbug. El cortejo terminó en noviembre, cuando Moonbug fue adquirida por 3000 millones de dólares por una empresa, ahora llamada Candle Media, creada por Kevin Mayer y Tom Staggs, dos antiguos ejecutivos de Disney.
“Me arruinó las vacaciones”, dijo el director ejecutivo de Moonbug, René Rechtman, un danés calvo y con barba de 51 años, sentado en su oficina una mañana reciente. Se refería a la llamada inicial de Mayer, que se produjo mientras Rechtman estaba de vacaciones con su familia en una isla griega. “De repente, estaba atendiendo todas estas llamadas de 4 a 10 todos los días, cuando todo el mundo se iba a cenar”.
Fuera de esta oficina, unos 270 empleados trabajan en los programas de Moonbug en la sede de la empresa, un espacio elegante y diáfano en una planta de un edificio de cuatro pisos junto a un canal en Camden Town, un barrio del noroeste de Londres. La preproducción y la postproducción se realizan aquí y en Estados Unidos, donde la empresa cuenta con otros 120 empleados, la mayoría en Los Ángeles. La empresa trabaja con animadores de todo el mundo.
Moonbug nació poco después de que Rechtman, que entonces era ejecutivo de Disney, estudiara a fondo los datos de audiencia de los programas infantiles más populares de YouTube. Se sorprendió al descubrir que muchos de ellos eran proyectos favoritos de novatos, a menudo parejas que creaban contenidos para sus propios hijos. Internet les había permitido evitar el camino tradicional hacia el éxito de la televisión infantil, que durante mucho tiempo ha implicado enormes gastos iniciales y ejecutivos controladores.
“Los 100 mejores programas que nuestros hijos veían dos o tres horas al día no tenían nombre, no eran estudios de entretenimiento tradicionales”, dice Rechtman. “Eran personas que escribían una narración, conseguían que unos tipos de Canadá hicieran la animación y unos tipos del este de Londres se encargaran de la música. Cinco años después, tenían un fenómeno que veían niños de todo el mundo”.
Rechtman y el cofundador de Moonbug, John Robson, querían comprar un montón de estas exitosas producciones caseras, para luego mejorar los guiones, lanzar actos de gira en vivo y vender más y mejores mercancías. Algunos creadores rechazaron a la empresa; otros quisieron hablar. En el segundo grupo estaban Derek y Cannis Holder, una pareja británica que había soñado con Little Baby Bum en 2011, poco después del nacimiento de su hija.
“Cuando Mia tenía un año, fui a buscar canciones infantiles en YouTube y no podía creer lo malas que eran”, dijo Derek Holder en una entrevista telefónica. “Pero tenían 20 millones de visitas”.
Los Holder escribieron el contenido y subcontrataron la animación. Para 2018, Little Baby Bum era un gran éxito, tanto en YouTube como en Netflix, pero la tarea de producir programas hizo que los siete años que la pareja trabajó en el programa parecieran 20. No ayudó el hecho de que YouTube siguiera cambiando el algoritmo para dificultar la captación de niños con publicidad, por lo que los beneficios se volvieron más esquivos. Los Holder vendieron su programa a Moonbug por una suma no revelada y no se arrepienten.
“René nos explicó su visión”, dice Holder. “Teníamos que asegurarnos de que el programa fuera a parar a manos que lo cuidaran”.
Esas manos se basan en datos. Rechtman tiene experiencia en capital privado y es más un hombre de algoritmos que un artista. Los programas de Moonbug se perfeccionan de tal forma que dejan poco al azar, y la investigación de la audiencia comienza mucho antes de que cualquier episodio se acerque al Distractatrón.
Un equipo de datos y métricas examina constantemente las cifras de YouTube para determinar exactamente qué es lo que resuena. ¿Debe una niña llevar jeans negros o azules? ¿Debe la música ser más alta o más suave? ¿El autobús debe ser amarillo o rojo?
Amarillo, es la respuesta.
“Los niños adoran los autobuses amarillos en todo el mundo”, dice David Levine, director de contenidos de Moonbug. “En algunos países, los autobuses amarillos se usan para transportar a los presos. Pero aun así, a los niños de todo el mundo les encanta ver autobuses amarillos y niños en autobuses amarillos”.
Los niños también se enamoran de los objetos cubiertos de un poco de mugre, como si hubieran rodado por el suelo. Y les fascinan las heridas leves. No las piernas rotas ni las heridas horripilantes. Más bien pequeños cortes que requieren curitas.
“La trifecta para un niño sería un autobús amarillo sucio que comete torpezas”, dice Levine. “Un parachoques roto, una rueda rota y una pequeña mueca de dolor en la cara”.
Estas y otras revelaciones fueron parte de una sesión semanal de presentación de historias de Moonbug un viernes reciente, celebrada en una sala de conferencias con unas 20 personas. El ambiente era optimista y de colaboración. Colegas de Los Ángeles se unieron por video mientras los guionistas exploraban ideas argumentales para tres programas diferentes.
Uno de ellos es Lellobee City Farm, una serie para niños de 2 a 5 años ambientada en una “microgranja urbana”, un lugar donde los niños y los animales experimentan alegría y lesiones físicas. Al menos eso es lo que ocurre en un episodio propuesto llamado “The Boo Boo Boogie”. Se trata de un baile en un granero en el que los protagonistas, entre los que se encuentra una niña llamada Ella, no paran de chocar con cosas.
La historia de dos minutos culmina cuando Ella aterriza de cabeza en un balde después de intentar una voltereta, y luego se tambalea “como un zombi”, hasta que sus amigos animales acuden en su ayuda. El episodio termina con todo el grupo riendo amontonados en el suelo.
El primero en opinar sobre la historia fue el equipo de métricas.
“Sí, las torpezas siempre van muy bien dentro de nuestro contenido, dentro de Lellobee”, dijo Max Smith, sentado detrás de su computadora portátil.
Hubo una pausa y luego Levine intervino.
“Ver a una niña darse de verdad, tipo, un cabezazo en un balde y luego caminar como zombi”, dijo, “creo que podría ser un poco excesivo”.
“Podría meter el pie en un balde”, dijo Dan Balaam, un redactor sénior, “y dar vueltas con un balde en el pie”.
“Me gusta por dónde vas”, respondió Levine.
Pasas unas horas en Moonbug y te das cuenta de que los padres que quieren separar a sus hijos de los espectáculos de la empresa están condenados al fracaso. Por supuesto, son las mamás y los papás los que generalmente reproducen estos videos, lo que sugiere que a muchos les gustan o se han rendido a ellos.
¿Es eso tan terrible? Jordy Kaufman, que dirige el centro de investigación Babylab de la Universidad Tecnológica de Swinburne, en Melbourne, Australia, afirma que el impacto del tiempo de pantalla en las mentes jóvenes maleables es “una gran pregunta sin respuestas claras”. Hay una tendencia, dijo Kaufman, a asumir que las pantallas son malas para los niños porque los humanos no evolucionaron con ellas. Y el modo en que los programas se ajustan para crear la máxima adicción puede hacer que parezcan la versión audiovisual de la comida chatarra.
Dicho esto, es mejor que un niño experimente algo que nada, añadió, y dado que los jóvenes madurarán en un mundo en el que las pantallas son omnipresentes, ver videos podría ayudarles a desenvolverse en la vida.
Por su parte, Rechtman parece muy consciente de que está montado en un Goliat de los videos que podría ser la niñera de reserva del planeta. Todo con moderación, sugiere, y los niños nunca deben escatimar en actividades o ejercicios cara a cara.
“Si la cantidad perfecta de tiempo de pantalla es de dos horas, cuatro horas o media hora, no he visto ningún estudio que demuestre qué es mejor o peor”, dice. “Simplemente, no debería sustituir el tiempo que pasas al aire libre montando en bicicleta o jugando con tus amigos. Eso está claro”.
Muchos programas de Moonbug instan a los espectadores a salir al aire libre, y todos vienen acompañados de lecciones poco sutiles sobre la compasión, la empatía, el altruismo y la resiliencia. Aunque estos mensajes no se asimilen, no hay duda del poder de los programas para tranquilizar instantáneamente incluso al niño más desconcertado.
Como ese chico de 2 años con camiseta azul en la oficina de Moonbug una tarde reciente. Había llegado en medio de una rabieta, que terminó en el momento en que escuchó la canción de CoComelon en esa televisión.
No fue una sorpresa para Wheeler, el jefe de investigación. “El 99 por ciento de los niños”, dijo, “si están teniendo problemas cuando llegan aquí, una vez que suena la canción de CoComelon, es como si dijeran: ‘Ah, la vida está bien. Todo está bien en el mundo’”.
David Segal es reportero de la sección Negocios y está radicado en Londres. @DSegalNYTimes
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