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Contenido creado por Federica Bordaberry
Historias
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Víctor Andrade: el artista que tiene como patria a la Ciudad Vieja y la pintura callejera

No sabe cuándo nació, ni cómo se llaman sus padres biológicos. Habita la Ciudad Vieja de Montevideo, pintando para comer. Vende todo.

30.05.2024 12:30

Lectura: 12'

2024-05-30T12:30:00-03:00
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Por Gerónimo Pose | @geronimo.pose

Ya es de noche. La gente sale de la Cinemateca, de la Sala Camacuá o del Teatro Solís. Buscan un sitio que logre extender el brazo dulce de la nocturnidad. Esta búsqueda suele desarrollarse sobre la calle Ciudadela. Hay varios boliches (cada vez menos, cada vez más). El bar La Ronda: luces débiles, música poco convencional y la brisa rioplatense que se torna un tanto agresiva cuando emergen las primeras heladas de otoño. El Fun Fun: aire tanguero adaptado al posmodernismo. El Ciudadela: bar de cervezas. Recientemente, gracias a que el dueño, un gallego, luego de tantas idas y venidas, soltó la llave: la re apertura del Santa Catalina.

Víctor habitualmente aparece desde la esquina de Canelones —luego de su fugaz visita y exposición en el bar Ciudadela, una cuadra más arriba—. Lo veo acercarse cantando alguna melodía indescifrable, de bermuda, una remera intervenida y confeccionada por él mismo y varios lienzos tambaleándose en su cabeza, sin ningún tipo de soporte más que el equilibrio que éste les brinda.

Me saluda. Casi siempre me ve y me dice, “qué andas, Gorosito” o “cómo estás, Maradona”. El único parecido que comparto son los rulos. Despliega los cuadros sobre el tablón gigante de madera y aleja la mirada, escrutando el lugar como si estuviese identificando cada una de las cosas posadas a su alrededor. Hay una canción de los Smiths sonando, pero él parece no conocerla.

Entre las obras hay un retrato de Mick Jagger, una especie de bodegón deformado y realizado a mano alzada, regido por el caos, y una escena barrial de candombes y medio tanques. Víctor sabe que el mayor porcentaje de sus posibles clientes habita La Ronda. Allí lo esperan una masa de conocidos que lo saludan, le ofrecen un tabaco, unas palabras, agua.

Sale siempre de allí sin los cuadros. Los vende instantáneamente a clientes del bar que exclaman ser coleccionistas de su obra.

“Antes, cuando era chico, uno pensaba ‘ta, tengo que esperar para que me traigan las cosas’. Pero ahora, uno, de grande, uno se da cuenta que no hay que esperar para que le traigan las cosas, sino que hay que moverse. Siempre va a costar, pero siempre vamos a tener lo que siempre quisimos tener”, dijo Víctor en una entrevista realizada por Mateo Etchegoyen, en 2017 para un documental sobre su figura.

Fue realizada la Ciudad Vieja de Montevideo, aquel barrio colonial detenido en el tiempo que pareciera ser su patria. Y es que allí es donde se debe poner el ojo, en el caso extraordinario que es Víctor en el ambiente artístico.

Un ambiente que no reniega de sus valores, pero que puede ser habitado por personas que no ejercen como artistas, sino que practican algún arte en particular. Siempre con trabajos paralelos que le otorgan el sustento. Víctor, no. El arte como forma de supervivencia, el arte para comer, para subsistir y como trabajo. Si Víctor no vendía, no comía. Era así de simple. Como en todos los trabajos.

La obra de Víctor —o como él suele referirse a sí mismo: Víctor Hugo Andrade— remite a una infinidad de influencias a la vez que dialoga con una originalidad precisa y casi que de laboratorio. Un laboratorio que convive con la naturaleza de las cosas. Referencias pop, candombe, reivindicación de la cultura afrodescendiente. Un modo naif de expresión, en sus tintes neo expresionistas que, por ejemplo, se pueden apreciar en su serie de pinturas titulada Los Andrades. Son un grupo de tap montevideano que tiene como base de operaciones la cima del Palacio Salvo.

<i>Foto: Julieta Rudich</i>

Foto: Julieta Rudich

Personajes fugazmente definidos, fondos planos y difusos, poco trabajo en las líneas y un fuerte hincapié en la expresión. Porque trabaja sobre lo que se plante en su camino, ya sean recortes desprolijos de madera, tapas de blocks de cartulinas, hojas en blanco A4, alfombras. Ostento, sobre las paredes de mi cuarto, un retrato de un viejo ómnibus de la extinta empresa Onda, plasmado en un pedazo de pared húmedo y de dudosa procedencia.

Cuando no había pintura también se la rebuscaba para trabajar, usando el ácido de las pilas y esmaltes de uñas. No es un comentario negativo referirse a muchos de los personajes de Víctor como “líneas perezosas”, sino todo lo contrario. Este aire perezoso se impulsa con mucha fuerza, a pesar de su inestabilidad.

Es un intento bastante bruto de mi parte atreverme a definir el estilo de este pintor uruguayo —uno de los mejores, según sus propias palabras— porque es inabarcable y tan ecléctico que siempre se termina cayendo en modismos y comentarios bamboleantes que rozan la ignorancia. Una obra para nada encasillable, que resulta más interesante que muchas otras propuestas sumidas en estrictos dogmas estilísticos.

Es humana. Comprometida con el legado, con el arte y con esta asociación al trabajo y a la supervivencia. Es un artista de esos que ya no quedan. Alguien que arrojó todo lo que tenía directo a un vacío misterioso en pos de dedicarse exclusivamente a la pintura. Porque, al fin y al cabo, el arte es una labor que reclama un rédito económico. No se puede vivir del amor, dijo alguien alguna vez en un apartamento porteño.

“Dentro de mis pinturas estamos nosotros, está el sistema global”, comentó Víctor en el mismo documental en 2017.

Dando vueltas, hay una infame comparación de Víctor Andrade con Jean-Michel Basquiat. Es cierto que comparten ciertos aspectos: la intención por el movimiento, por la navegación en las formas poco convencionales. Hurgar en lo que la gente desecha y queda olvidado en las calles esperando la recolección de algún ente estatal, proyectando que eso que alguien no quiso tener más aún tiene algo para dar. Un nuevo soporte que aguante lo que sus cabezas imaginan. Y hasta ahí.

Está claro que uno de ellos lo realizaba, en cierto momento, por cuestiones estilísticas y, el otro, por necesidad. Que uno se crió en un ambiente burgués, tuvo acceso a los grandes museos, las galerías del Soho y se formó profesionalmente, mientras que el otro no.

Pero ambos, en cierta medida, buscaron que esta actividad se volviera su única forma de generar ingresos, algo remarcable por la fuerza del concepto y el esfuerzo implícito que lleva el tomar esta decisión. Esto no es una comparación. Esta asociación suele enfurecer a varios y soy consciente de que navego aguas turbias al referirme sobre esta relación.

¿Qué importa?

“Unas ganas de pintar bárbaras tengo, ustedes no saben”, dijo Víctor, entre el murmullo de las pinceladas y los autos que pasan en el documental Sin capa, pero con vuelo, de 2014. Documental que recoge entrevistas realizadas en su mayoría en La Ronda, al igual que testimonios tanto de críticos de arte como de allegados, y el propio Víctor. Allí hablan de Víctor como una figura ineludible para entender el arte uruguayo. Una figura única dentro de la fauna que coexiste en la Ciudad Vieja. La crianza atornillada frente al televisor, el cine y la fantasía que luego serían el cimiento para su imaginación y creatividad. Las versiones “Andrade”, como lo definió Pepi Goncálvez, son esas interpretaciones que se encuentran a lo largo de la vasta producción artística de Víctor y que incluyen tanto retratos como adaptaciones de personajes ficticios.

De estatura baja, piernas flacas de faquir, dedos largos de pianista y un afán por las historias de superhéroes, los dibujitos y los cómics que recuerdan al trabajo del americano Daniel Johnston, es un artista que refuerza la idea del Uruguay autodestructivo con sus propios artistas. Una idea de la que se ha hablado hasta el cansancio y que no termina de desaparecer.

<i>Foto: Ma. Inés Martínez</i>

Foto: Ma. Inés Martínez

No recuerda su fecha de nacimiento, ni tampoco el nombre de sus padres. Dice que en sus obras está la naturaleza, por el uso de los colores. Y que la gente no logra apreciar eso, ven el cuadro y ven belleza, pero no ven al planeta tierra. No está de acuerdo con la etiqueta del “Basquiat de Ciudad Vieja”. Creció en el barrio Malvín y fue adoptado. Partió de casa a los 17 y, desde los 18, vive en la Ciudad Vieja. Su técnica favorita es el óleo y su mayor deseo es que alguien le regale una ferretería.

Fuerte crítico de los paradigmas sociales, la tecnología y las carencias humanas. La unión como concepto totalmente olvidado. La ayuda entre nosotros, los que quedamos vivos en este planeta. El rechazo frente a la mirada apartada, pero siempre manteniéndose firme en la idea de que somos todos exactamente iguales. No hay ningún tipo de distinción económica, racial ni social, que pueda distanciarnos como especie. No existe la política para él.

“Cuando me muera van a valer mucho más”, agregaba luego de comentarme que el retrato de Stallone podía ser mío por la módica cantidad de 200 pesos uruguayos. Era una noche en su patria, en la calle Ciudadela. El mural sobre calle Canelones, frente al Bluzz Bar, hace que Víctor esté, incluso cuando no está presente. Retratado con los ojos entrecerrados, una mueca extraña que permite ver sus dientes y una fuerza en la expresión que hace arrugar todas sus facciones —quizás sea la fuerza o quizás también sea un reflejo de todos los años transcurridos en la calle habitando tanto el barrio de Malvín, Buceo y la Ciudad Vieja—.

Desde agosto de 2021, Víctor abandonó las dormidas en la calle y cuenta con la oportunidad de resguardarse bajo un techo. Todo esto, gracias a la ayuda de un grupo de vecinos y amigos del artista, asociados en lo que hoy se conoce como “Amigos de Víctor”, que lo acompañan y sostienen el costo del alquiler mediante exposiciones, remates y la difusión de la obra de Andrade.

Todas las actividades buscan proveer al artista de un lugar. Porque la calle no es un buen lugar para vivir, mucho menos para morir, justifica Rodolfo Páez en uno de sus más recientes discos.

A su vez, en 2023 estuvo internado en CTI durante 40 días con graves problemas pulmonares. Todavía vive en la Ciudad Vieja, pero en un hogar distinto al que fue por primera vez hace 3 años. La red de vecinos y amigos compartieron, a través de Instagram, un mensaje importante y de apoyo, invitando a quienes quieran unirse a la logística de actividades para sostener este apoyo que evita que Víctor vuelva a vivir en la calle. También facilitaron un colectivo en Abitab para quienes quieran y puedan contribuir económicamente para que el artista, Víctor Hugo Andrade, pueda transitar su vida dedicándose completamente a su trabajo.

Miro un pequeño libro, apoyado contra una pared al costado de un viejo calendario del Cine Universitario, que habla sobre las trayectorias para realizar una interrogación. Eso me lo entregó Víctor, a cambio de un paquete de tabaco. El libro en cuestión está totalmente intervenido. La portada, por ejemplo: tres personas asomándose sobre un fondo verde, luciendo sacos de color rosado, verde y gris, respectivamente. La inscripción “Andrade” por debajo, al estilo de las bombas del grafiti. Letras dobles a gran tamaño, monocromáticas, sin tanto detalle y casi ilegibles, hechas a las corridas para zafar de la cana, pero con un cuidado superior al de las firmas. Es decir, el escalón intermedio entre los tags y las piezas.

Adentro del libro, encuentra pequeños versos desparramados sobre las hojas, opacando el texto original. Versos y anotaciones como “Pienso en mi primer disco, llamado anda desde este sillón solo y aprenda”. Figuras que sugieren que fueron bocetos y estudios para luego ser plasmados en mayor tamaño, realizados con crayones y lápices de colores, con el pulso acelerado y un tanto furioso. También hay pequeños bocetos de mariposas, huellas caninas y frases sueltas como “hoy”.

La Ciudad Vieja, ese espacio geográfico transitado diariamente por miles de personas. Que supo ser el lugar de encuentro de muchos bancos y que con la aparición del World Trade Center en el barrio de Buceo, estos paulatinamente fueron trasladándose al igual que una gran cantidad de oficinas.

Hoy reaviva una parte de la bohemia, con el amontonamiento de los cafés en la peatonal Pérez Castellanos, los centros culturales sobre la calle Piedras, que lograron ahuyentar —aunque no del todo— el aire empresarial que hace tanto tenía uno de los lugares más vibrantes y estimulantes de la ciudad. La reapertura del Santa Catalina aportó eso que le faltaba a la cuadra. Las aglomeraciones y la algarabía constante hasta altas horas de la noche. El hedonismo como la forma más pura de la vida. El sol se oculta. Los autos abusan del asfalto y contaminan los paisajes individuales. La gente aparece de entre los rincones, como casi todas las noches. La calle Ciudadela brilla, con cierta interferencia, proyectada sobre la geometría arquitectónica ocultada por las nubes. Víctor surge de entre el murmullo, con sus pinturas bailando en la cabeza.

Es otra noche más.

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Colectivo Abitab para apoyar al artista: 139132

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