“No hay nada más muerto que el arte. No hay nada más opuesto a la vida.” - Sergio Blanco
Este texto no critica. Aunque todo critica. Todo juzga. Todo opina. Pero este texto, por lo menos en su intención, narra. Narra la experiencia de percibir desde afuera, desde otra profesión y otro oficio, al género autoficción. Este texto intenta reproducir lo que sucede cuando el espectador se entrega a la autoficción. Cuando no se enoja con ella. Cuando no le tiene rabia.
Este texto aparece desde el maravillarse con los ojos de la ignorancia y de la inocencia. Este texto escribe sobre lo que sucedió del 24 al 30 de abril de 2022 en la sala Nelly Goitiño, cuando Sergio Blanco reestrenó su penúltima autoficción llamada Cuando pases sobre mi tumba.
Este texto es sobre eso y, ojalá, muchísimas cosas más.
Cuando pases sobre mi tumba duró, por función, una hora y media. Contó con una Introducción, tres actos y un Epitafio. Fue escrito a mano y con sangre de toro.
Y trata de esto:
“Luego de haber decidido organizar su suicidio asistido en una clínica de lujo en Ginebra y después de proyectar entregar su cadáver a un joven necrófilo internado en un hospital psiquiátrico de Londres, la obra va narrando los distintos encuentros que el autor tiene con el doctor Godwin responsable de orquestar su suicidio asistido y con el joven necrófilo internado que se dedicará a esperar la llegada del cadáver del autor”.
Aunque no es solo eso. También trata sobre el amor, sobre la muerte, sobre el deseo, sobre lo erótico, la pasión, los impulsos inevitables de toda experiencia vital. Del estatus político del cuerpo luego de morir.
***
En un lugar como este la muerte aparece como algo agradable. En un lugar como este dan ganas de morir. No puedo pensar que, en adelante, yo voy a desear su cuerpo y él mi futuro cadáver. En los dos casos se trata de encontrar la belleza y la precisión del movimiento.
Entre nosotros dos nunca va a haber nada mientras estés vivo. Me gusta esto de que tengas una espada entre tus manos, esto de pensarte, eso de inventarte. Pienso que eso de la necrofilia, de alguna manera, se practicó siempre. Poder ser apetecible para alguien más que para los gusanos y, de esa forma, llegar a la idea de que, finalmente, después de la muerte puede haber algo más.
Hay noches como esta en que uno no tiene ningunas ganas de estar muerto. Siempre creí que Spielberg era a nuestra época lo que Shakespeare fue a la suya. Mi cadáver, Khaled, va a ser el cadáver más bello del mundo. Gustavo, querido, lo que escribo después sucede. La ficción escribe lo real. El teatro escribe lo que va a pasar.
En el libro de Frankestein: “Para examinar los orígenes de la vida debemos, primero, conocer la muerte. Me familiaricé con la anatomía, pero esto no era suficiente. Tuve también que observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo humano”.
-¿Y hasta cuándo vas a venir?
Entonces, Khaled le responde lo mismo de siempre: “hasta que deje de desearte”.
***
Esta noche hace frío. Los primeros fríos del año, las primeras salidas con abrigo de verdad. Espero afuera de la sala Nelly Goitiño a esa mujer llamada Danila Mazzarelli (la honestidad periodística me obliga a escribir que la conozco hace tiempo y que le tengo un afecto considerable) que ahora es la asistenta de dirección de la obra. Al menos, en Uruguay.
Con ella se ingresa (yo ingreso) por la parte de atrás de la sala. Por los corredores de escaleras altos y largos que llevan a los camarines. Hasta ese piso, el de los muchos camarines vacíos para elegir, todo tiene ese blanco iluminado como de hospital por la noche. Como de clínica. Como de frío.
Donde están todas esas habitaciones en las que van a prepararse los actores, el color tiene más que ver con lo vivo y con el olor a café preparándose. Está Felipe Ipar (1989-2022), que hará de Khaled y de sí mismo en esa obra que ya había visto tres veces, recostado contra el marco de una puerta. Habla con quien me dicen que es el encargado de Comunicación.
Dicen: que la función del día anterior, la del jueves, fue la mejor. Que la del día anterior, la del miércoles, fue un poco rara. “Si te asustás, avisá”, me dice a mí. Y tararea esa canción de Tom Odell que abrirá la obra y la que tendrá que cantar, brevemente, durante la función. Ese Felipe aún no es Khaled. Lleva puestos lentes de ver, una campera de jean, un buzo gris, un pantalón negro, championes.
Vuelven a decir: que el público suele venir a las primeras funciones y luego a las últimas. Que además esa última función coincide con que es fin de semana y que hay un primero de mayo, un feriado. Que todo el público se acumula en las funciones del final. Que a esa hora, a las 19:28, solo quedaban, más o menos, treinta entradas para agotar la sala.
Danila les comenta, conmigo adelante: “ella es Federica, es periodista y nos va a estar acompañando”. Y la tensión es otra. Me escondo, por esa razón, detrás del marco de la puerta del camarín 3. Disimulo estar ocupada respondiendo mensajes, pero saco nota. Las notas son estas.
Felipe se lava los dientes. Entra y sale del baño. Preguntan por la contraseña del WiFi y el único que la sabe es él. Se va cantando. Vuelve. Comenta sobre la presencia de Jorge Drexler entre el público en la función que será. Hace un chiste: cuando me vea, voy a esconder la guitarra.
En el fondo del corredor de camarines está el cartel. El que tiene una flecha que dice “Acceso Escenario”. El que lleva a los actores hasta ahí, hasta donde se vuelven personajes, hasta donde se vuelven ficción y donde se vuelven mentira.
De pronto, muy de pronto, entra al área de camarines Gustavo Saffores (1973-2022). Ese que hará de sí mismo y del Doctor Godwin, ese que está perfumado y que lleva un tapado azul.
De pronto, más de pronto, mientras que veo a Saffores entrar en una de las habitaciones, aparece Sebastián Serantes (1989-2022). Es ese actor que no solo hará de sí mismo, al igual que Saffores y que Ipar, sino que además hará de Sergio Blanco, de ese personaje llamado “Yo”. Ese actor que lleva una bebida energizante en la mano.
Esa mujer a la que llaman Danila me invita a subir al escenario, ahora que la sala está vacía. Lo hace mostrándome una caja y unas revistas que lleva en la mano, que tendrá que colocar como parte de la escenografía. Me invita a caminar por esos corredores que son oscuros y que podrían ser un agujero negro, pero son parte de una estructura que camina hacia ese espacio donde se desarrollará Cuando pases sobre mi tumba. Y lo hago.
Y aparece, bastante imponente, el escenario entero. El escenario todo. El escenario vestido. La alfombra de pasto verde sintético, las tres guitarras, la heladerita roja, la lata de Coca-Cola, la cámara en un trípode, la caja de aluminio donde deberían guardarse instrumentos, pero que será la expresión de la muerte de Sergio Blanco.
Los tres bancos altos y los tres micrófonos. La espada sobre la alfombra de pasto. En el fondo, en la pantalla, una foto de Enzo Vogrincic, el actor que hizo de Khaled y de sí mismo años atrás. Están probando imagen y dice Miguel Grompone (diseñador audiovisual), cuando vaya a conocerlo, que tenía fotos de archivo de aquel momento y quiso hacerle un homenaje. Lo dice riéndose. No es en serio. Aunque quizá lo sea.
Dentro de ese aire que pesa porque tendrá varios muertos en el medio, está el escritorio, la mesa. Sobre ella, varios de los elementos que se usarán a lo largo de toda la obra. El expediente 228, carpeta 51.984. La revista Le Point donde Sergio encontrará la historia de Khaled. El Frankestein que, en la ficción, está en persa. El reloj Cassio. Otro reloj color negro, que se pondrá Khaled. Auriculares. Cintas. Una taba. Una manzana roja. Una lapicera de calidad. Los tres micrófonos que llevarán puestos. En el suelo, están las marcas de dónde va la mesa.
Pero en la mesa también hay una hoja que tiene un texto que no será específicamente utilizado en ningún momento de la obra. Quizá, sea la propia obra. Las bases de la actuación de los personajes de Sergio Blanco.
Dice:
Eje teatron/convivio/relato
No preocuparse por ser sino estar aquí y ahora
No actuar: contar
No interpretar: exponer
No representar: presentar
Y algunas cosas más, pero todo no puede revelarse. Bastante hay hasta el momento.
Al sacar los ojos de la hoja, aparece un carrito que eleva una plataforma hasta las luces. Encima, hay un hombre que se ocupa de acomodarlas allá arriba, donde comienza el telón.
***
Another Love, de Tom Odell. Human, de Monsters and Man. Las variaciones Goldberg, de Bach. Talibe, de Ismael Lo. Paisaje, originalmente de Franco Simone. The Boxer, de Simon and Garfunkel.
-¿Ha hecho partícipe a alguien de esta decisión? ¿A quiénes?
-A todos ellos.
-¿A quién se refiere?
-A ellos.
-¿Se siente bien?
-Sí, sí.
-¿Podría recordarme cuál es su profesión?
-Es otra pregunta a la cual me cuesta responder. Escribo.
-Es escritor.
-Escribo obras de teatro, obras como esta, las llamo autoficciones. Son obras en las que mezclo datos de mi vida real con datos que voy inventando.
-Para terminar, ¿me podría decir qué es lo que está buscando?
-Lo que estoy buscando es ser yo mismo quien decida.
-¿Qué cosa?
-Mi final.
Thomas Bernhard: No pienso en absoluto en la muerte, pero la muerte piensa continuamente en mí.
***
Una de las cosas que se cuenta es el caso del necrófilo Henri Blot. El hombre que desenterraba cuerpos de jóvenes aún frescos para hacerles el amor durante la noche. Previo al amanecer, se retiraba. Antes de irse, lavaba los cuerpos de sus amantes con agua de rosas. El proceder era siempre el mismo, hasta que una noche se queda dormido con un cadáver en brazos y es sorprendido por el personal del cementerio.
Otra de las cosas que se cuenta es la historia de una mujer sueca de 37 años que mantenía relaciones sexuales con esqueletos humanos que coleccionaba. La tarde que es detenida en su apartamento, se le encontraron más de cien huesos y un disco duro con fotos, donde se apreciaba que su práctica favorita era la de lamerlos.
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Decido bajar a la primera fila de asientos. Decido no interferir con lo que sea que vaya a suceder ahí. Quizá, el propio aire denso me esté empujando hacia abajo, hacia la posición que tiene el escenario con el público en la sala Nelly Goitiño. Escenario-arriba, público-abajo. El mentón alzado.
Entra Saffores al escenario con la túnica blanca puesta. Aunque tendrá que sacársela, porque su personaje empieza siendo él y se pondrá el disfraz de doctor solo para interpretar a Godwin. Se mira con el técnico, intercambia algún chiste. Se ríen.
Felipe Ipar sube de la misma manera, ya vestido como Khaled. Buzo y pantalón de jogging, championes. Mientras que una máquina limpia la alfombra de pasto artificial, o lo emprolija, Saffores se para cerca del borde y comienza a recitar, como lo hará Godwin, la diferencia entre suicidio asistido y eutanasia. Es claro, es técnico, es suizo y es médico.
Sebastián Serantes, en cambio, aparece luego de aquello y no lleva puesta su camiseta de Huracán Buceo, con la que será él mismo, pero también será Sergio Blanco. Tiene, en vez, una musculosa blanca. Apoya la camiseta en la silla. La deja estirada, con el nombre “Serantes” visible.
En vez de recitar, comienza con estiramientos. Hace lagartijas en el fondo del escenario. Y salta. Se trata, asumo, de liberar energía. Comienza la puesta de micrófonos inalámbricos que les permitirá una ampliación de sonido suficiente como para hablar sin ir a los micrófonos de pie.
Felipe Ipar camina por todo el escenario. Va y viene. Vayviene. ¿Quieren que vuelva Enzo? Lo llamo. Dice eso, hace el chiste, porque la imagen de Enzo continúa puesta en la pantalla. Estará Jorge Drexler entre el público en esta última función. Lo saben. Lo hablan. Serantes dice: “No voy a entrar en la ansiedad de decir algo”. No lo hará.
Saffores vuelve a pararse sobre el borde del escenario y recita otro discurso del Doctor Godwin. Hace la parte en que este explica qué inyecciones y qué medicamentos se le da al paciente para morir. Abre la boca para hacerlo. La abre mucho, de forma exagerada. Repite, después, uno de los casos de necrofilia.
Serantes vuelve hasta el centro del escenario para ponerse la camiseta de Huracán Buceo. Esa que lleva su nombre. Se va, de vuelta, saltando. Lo hace hasta la espada y practica esa escena en la que tiene que hacerla volar por encima de su cabeza, sosteniéndola con sus dos manos.
Felipe Ipar se sienta en el banco que le corresponde. Acomoda el micrófono a su altura. Dice: “Buenas noches, yo estoy enterrado en el Cementerio del Norte”. Serantes se acomoda el micrófono, después, y sugiere: ¿podemos tirar el Epitafio?
Cambia, de la pantalla de atrás, la imagen de Enzo por la de Felipe. Y enseguida continúan a la imagen que aparecerá durante la Introducción, esa que tiene la lista de muertos de verdad. Recitando el Epitafio, Felipe Ipar se tranca. Se ríen los tres. Lo apuran para que siga. Se siguen riendo. Cuando uno se equivoca, los otros dos hacen un sonido de bocina, de respuesta equivocada.
Cuando terminan, Serantes: me gusta decir, ¿pueden poner San Gregorio de Polanco?
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Mi abuela paterna guardaba en su dormitorio la rótula de la rodilla de mi abuelo muerto, es esta que tengo acá. Un día me llevó hasta el ropero, me la mostró, luego le dio un beso, y me pidió que yo hiciera lo mismo. Esta manera de amor puede ser la más generosa. Esto de poder entregarme así, en cadáver y alma, sin esperar nada a cambio. Señor Juez, cada uno tiene sus pasiones, la mía son los cadáveres.
Romeo y Julieta, Shakespeare: “La muerte que ha saboreado el néctar de tu aliento, ningún poder ha tenido aún sobre tu belleza.”
Al otro día, mientras el auto se aleja, yo no puedo dejar de darme vuelta para mirar el lago que fue desapareciendo, poco a poco. Esa fue la primera vez que me pensé muerto. Flaubert: “El aire es tan suave que impide morir”. Hombre de poca fe, pensé. Lo mejor es que el féretro sea el más lento de abrir. El que tiene doce tuercas es mejor que el que tiene seis. Va a ser como ir desvistiéndote.
-Señor Juez, no me considero culpable de nada. Al contrario, me considero inocente.
-¿Inocente?
-Sí, me considero inocente ante un mundo culpable.
No se olvide que el cuerpo sabe morir. He visto morir a cientos de personas y le puedo asegurar que el cuerpo sabe morir.
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Faltando media hora para abrir la sala al público, aparece el hombre que se ocupa de la comunicación para sacar una foto. Se ponen todos, todo el equipo presente, alrededor de una silla que dejaron en honor a Sergio. Aunque falta gente, así que empiezan a colocar un objeto de la obra, por persona, sobre la silla. “Parece la feria de Tristán Narvaja”, dice Saffores. Detrás, suenan de antemano las Variaciones Goldberg de Bach. La música de clínica de suicidio asistido en Suiza.
Ofrezco sacar la foto. Subo al escenario de vuelta y aparezco a la misma altura de todos ellos. El hombre encargado de la comunicación me aclara el plano en el que debo sacar la foto. “Este es el plano que elegí”, dice, y me muestra para que lo imite. La foto sale.
De vuelta en la primera fila, con todos los asientos vacíos, comentan en el equipo que antes de la pandemia, la sala Nelly Goitiño tenía tres filas de asientos más adelante. Y que las sacaron, que las “quemaron”, igual que sucede con los libros de Sergio en la obra.
Decido salir. Decido ir a hacer la fila, que hasta ahora no había tenido más de media cuadra de largo, para ser un espectador. El espectador. El público. La sorpresa llega con esa fila de gente que da vuelta la esquina y llega hasta la otra media cuadra. Espero detrás de alguien, de un espectador. El espectador. El público. A pocas personas está parado quien avisaron que vendría. Está Jorge Drexler acompañado.
Una cuadra más adelante lo vendrían a buscar desde la producción. Lo invitarían a pasar antes que algunos. Él aceptaría.
Adentro, en un asiento sobre la izquierda, en una sala que ahora está repleta y también lo está la parte de arriba, un hombre detrás de mí pregunta cómo se llama la obra. La mujer que tiene al lado le responde que “es la obra de Sergio Blanco”. La mujer a mi lado, tiene el teléfono en la mano. Le está mostrando la pantalla a otra señora a su lado. Desde allí, se ve el perfil de Instagram de Sergio Blanco abierto.
Mientras que todo eso sucede, Felipe Ipar, Gustavo Saffores y Sebastián Serantes están haciendo de sí mismos en el escenario, haciendo de cuenta que tocan la guitarra, mientras que suena Tom Odell detrás. Mientras que ven llegar a todas esas personas. Mientras que ven la sala llena.
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Otro caso de necrofilia: el caso del médico aleman Tasler. Sucedió en la década del ´30, en Estados Unidos cuando el médico se enamoró de una de sus pacientes. Cuando ella murió, él fue al cementerio y se llevó el cadáver a su casa. Ahí lo mantuvo durante años en formol y mantenía relaciones sexuales con ella. Dijo que el espíritu de ella le había suplicado que se la llevara.
Y otro: En 2012, el tailandés Chadil Deffy de 26 años se casó con el cadáver de su novia que había muerto en un accidente de tránsito. Las imágenes del casamiento se expandieron por el mundo entero y se la considera una de las imágenes más vistas del mundo contemporáneo.
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Todo esto sucedió la última función, el 30 de abril. Aunque asistí a dos funciones más, a la primera y a la del medio. Asístí, también, la estreno que sucedió hace años atrás en el Teatro Solís. Donde la sala era otra (la Zavala Muniz), los actores eran otros (Alfonso Tort y Enzo Vogrincic), el componente de humor era otro (quizá haya cambiado el guion, el público o la circunstancia), y yo, quien escribe, era otra.
Las tres fechas el público fue diferente. Tenía características diferentes. El termómetro para saberlo fue, justamente, el sentido del humor del mismo.
El 24 de abril, la función de estreno, las personas que asistieron se rieron en el momento exacto del chiste. Se rieron más en los chistes inteligentes que en los obvios. Se rieron, sobre todo, en las referencias del guion a autoficciones pasadas de Sergio. Y se pararon a aplaudir, casi todos. La mayoría de los rostros eran adultos.
El 27 de abril, que fue un miércoles y la función del medio, el público fue prácticamente opuesto. Quienes vieron la obra se rieron, quizá, en los chistes más obvios, como la referencia a que en Uruguay el único animal que hay es la vaca. Se rieron de forma escandalosa y divertida. Se pararon a aplaudir pocos. La mayoría de los rostros eran adolescentes, estudiantes de liceo.
El 30 de abril, la última función, sucedió todo. Explotó una primavera allí dentro. Las personas que tomaron su asiento se rieron en lo obvio, en lo no obvio, en las referencias, en los silencios, en las músicas. Y también no se rieron. Público, mucho público. Se pararon a aplaudir todos. Los rostros eran completamente heterogéneros. Todos. Los espectadores. El espectador. El público.
De la primera función recuerdo que, durante una escena, Sebastián Serantes fue a dirigirse a Gustavo Saffores y, en vez de decir la palabra “hablar” dijo la palabra “amar”. Recuerdo, también, que esa noche dejé el cuerpo muy quieto y boca arriba mientras que intentaba dormir. Esa noche, quise dormir como un muerto. Quise saber, no si el cuerpo sabe morir, pero si sabe estar muerto.
Esa semana, yo vi a Sergio Blanco morir tres veces. Aunque Sergio Blanco ya ha muerto decenas de veces, en muchas de sus autoficciones y en esta misma. De hecho, cuando terminó de morir en Montevideo, se dirigió hacia el Teatro Piccolo de Milán, en Italia, a seguir muriendo con Cuando pases sobre mi tumba, con el Bramido de Dusseldorf y con Zoo, su última autoficción. ?