Por Agustina Lombardi
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—Esta es la carta de postres del lugar —dice Juan mientras se acerca desde el interior del bar con lo que parece ser una bandeja. La apoya sobre la mesa de madera que, hace unos minutos, él mismo ubicó en la vereda: son bochas de helado de plástico sobre una superficie de vidrio que encuadra una lámina. —Tenés de chocolate, fresa, menta, limón y crema. —En ese momento las levanta y se puede ver el trazo negro y fino que hay por debajo del vidrio, un dibujo hecho por él. —Hablando en serio, tengo brownie de chocolate y suavecito de limón.
Juan Karakeosian se pasea entre el chiste y la realidad sentado en una de las mesas de su bar, en la esquina donde se cruzan Líber Arce y 2 de Mayo, una tarde calurosa en Villa Dolores, Montevideo. Antes de quedarse estático por un rato, había vestido los metros de la vereda que le corresponden con mesas y sillas que tienen distintos orígenes, colores y texturas. Cada tanto se para y las cambia de lugar, o las acomoda para que no temblequeen. Había extendido el toldo rojo que les da sombra en el día o las protege del rocío de la noche. Había prendido el tocadiscos que tiene adentro y, con alguna canción, se había puesto a barrer para emprolijar el lugar, que espera ser visitado.
La fachada también es roja, con la pintura picada por zonas o rayada con lo que podría ser tiza blanca. “El amor salva”, se lee. Sobre el zócalo de la puerta de entrada hay un pizarrón, también para tiza, que tiene escrito: “Bienvenidos 11 años”. Más comunicados: un cabecero de cama, que se usa como pizarrón y cuelga en vertical sobre la fachada roja, tiene la función de presentar al lugar: “La esquina del mundo. Music, arte y gastronomía”. Sobre un murito, debajo de la única ventana, hay un cajón de madera que tiene escrito “Regalos” y muchos peluches pequeños apilados.
Adentro es oscuro porque las bombillas son tenues, gastadas, y porque las ventanas están tapiadas de fotos por dentro y fuera. Una doble capa de historias que no dejan pasar ni un rayo de luz. En el local conviven incontables elementos, desde diminutas estampitas hasta un cepillo de dientes del tamaño de una persona. Vestidos de otra época que cuelgan del techo, cuadros de artistas —que Juan nombra uno a uno como adjudicándoles importancia—, una cajita de parches antiinflamatorios clavada contra la pared justo al lado de la entrada, chapas de autos, libros, autitos de juguete, muñecas, maniquíes, peluches, tacos viejos tipo charleston, guirnaldas, pelucas, teléfonos antiguos. Unas zapatillas de ballet de María Noel Ricetto, de las piezas que más valora porque se las regaló en el momento en que ganó el Premio Benoise de la Danse, que la posicionó como mejor bailarina del mundo. Fotos de Dalí, Einstein, Elvis, James Dean, Clint Eastwood, Frida Kahlo, Isabel II. Una saturación de información visual que hacen de La Esquina del Mundo un museo barroco vintage en Villa Dolores.
—El día que perdamos el sentido del humor, marchamos. Creo que me ha salvado de varias cosas en la vida. Si te gana la mente… —reflexiona a sus 62 años.
Su pelo es morocho, con apenas un par de canas en la zona de las patillas, y se le arma un jopo sobre la frente que le da volumen. Tiene una camisa azul oscuro, con un bolsillo sobre el pecho donde guarda un pañuelo, y unos jeans doblados justo en el extremo donde termina la lengua y los cordones de sus borcegos marrones. Juan no se para de mover. Entra y sale, se sienta y se para, cambia los objetos de lugar y los discos de pasta entre D’Arienzo, Louis Amstrong, David Bowie y Edith Piaf.
—Siempre me gustó escribir, dibujar, crear, transformar lugares oscuros en luminosos. Esa la cuestión: darle un brillo a un lugar apagado a través de lo que se me ocurre.
A La Esquina del Mundo también la llama un “consultorio psiquiátrico-gastronómico”.
***
Un día, cuando Juan era joven y trabajaba en Café Bacacay, se apareció “un veterano” que siempre iba al bar y le dijo que había un local para él en Ciudad Vieja. Un amigo suyo se sumó al proyecto y, por un alquiler de $ 1.900, los socios se hicieron cargo de La Ronda. Según Juan, un espacio en el que se vivía un ambiente de “liberación sexual” y “relaciones abiertas”, inspirado en la cultura francesa de le rond; cuando lo explica hace un gesto circular con su mano, simulando la dinámica de bar. “Los franceses siempre fueron muy adelantados en temas de la libertad, el desapego”, dice. Eso fue en los 90.
Pero la “película” de La Ronda le duró poco. Al año, Juan partió para España y estuvo sirviendo copas de mesa en mesa por los bares de la Costa Brava, donde aprendió a ocuparse de los 100 clientes que pueden llegar a visitar La Esquina del Mundo en los aniversarios del bar con una o dos personas en el personal.
—Puedo atender, es mi profesión. Vengo de familia de bolicheros, almaceneros —dice, como si criarse entre cajones de fruta y verdura lo hubiesen llevado, inevitablemente, a trabajar en el rubro gastronómico.
Cuando Juan volvió a Uruguay en 2009 siguió con sus negocios. Tuvo su propio almacén, también en Villa Dolores, que llamó Los Pequeños Ojos Rojos de la Tía Gregoria, porque su tía Gregoria siempre tenía los ojos rojos por la presión. En 2011 abrió el 21 Bar, pero no terminaba de construir lo que quería.
—En un momento esto quedó libre y yo sabía que, tarde o temprano, me iba a meter a trabajar acá para armar un poco mi viaje relacionado al arte, el cambalache que me gusta a mí. —El local donde se encuentra La Esquina pertenece a la familia de Juan. Sus padres viven al lado. —Es mi lugar —dice respecto al bar que ofrece una carta “relacionada con la comida familiar”: lehmeyun y hummus en honor a su ascendencia armenia y pascualina hecha por su madre.
En un momento Juan se levanta y entra a la casa pegada al bar, donde una mujer mayor se ve mirando hacia afuera a través de la reja de entrada. Desaparece unos minutos. Regresa con una taza grande y un platito con cuatro cuadraditos de limón —“suspiros”, dice él— que hizo una vecina; el postre que ofrece en La Esquina. Se sienta, revuelve la taza y dice: “Para que veas que no todo es alcohol, vascolet”.
La Esquina del Mundo no estuvo siempre ahí. Por problemas de ruidos con los vecinos y limitaciones de la Intendencia en la pandemia, Juan mudó el bar a Carrasco por un tiempo. Desarmó y volvió a armar su museo barroco en una casa vieja, donde tapó el techo del lugar con batas colgantes. Volvió a su esquina un año después, pero con otra dinámica de trabajo. Ahora las noches del bar son más cortas. “La pandemia hizo un trabajo que yo no podía hacer, porque en este lugar se pierde la noción del tiempo”. A las 12 cierra la cocina, 12:30 comienza a ordenar y a la una de la mañana se va, aunque hay “días especiales”.
—Pero yo no quiero más de eso.
—¿Por qué?
—Porque es un trabajo, se tiene que terminar. Con la gente que viene a última hora, se desborda. Tengo amigos míos que no quiero que vengan nunca.
***
El celular de Juan comienza a sonar y él atiende:
—Hola —dice una voz femenina y rasposa.
—Sí, ¿quién habla?
—Quería reservar una mesa para hoy, para tres personas.
—¿A qué hora?
—Vamos 20:30.
—¿Y cuántos son? ¿Tres mayores? —responde Juan en tono burlón.
—Tres adultas —contesta la mujer entre risas.
—¿Tres adultas modelas del Emporio Armani?
—Sí, más o menos…
—Bueno, vamos a poner Dolce Gabbana: tres chicas Dolce Gabbana 20:30.
—Gracias, Juan, nos vemos —cierra la mujer riéndose. La llamada se corta. Juan se ríe y dice: “No sé quién era”.
Una noche, cuenta, él estaba parado del otro lado de la barra cuando tres hombres entraron al bar con la intención de robar. Le preguntaron a Juan qué era eso: “Un consultorio psiquiátrico-gastronómico de la buena energía”, contestó. “Fin de la historia. Se fueron, no entendieron”. Quizás espantados por la “buena energía”, que se plasma en la música, las caricaturas, las frases célebres, el cambalache, la yuxtaposición entre los elementos que decoran el bar y hacen de su estética de la libertad, el tono humorístico de Juan: en La Esquina del Mundo está sembrada una cultura de la distensión.
La función clínica la observa, por ejemplo, con las personas que pasan por el bar después de buscar la flauta de la panadería a las siete de la tarde y a la una de la mañana siguen instaladas ahí. Se entera de las “vidas internas de las personas”, “la tristeza”, “las relaciones”. El último Día Mundial de la Salud Mental, junto con un vecino psicólogo, Juan cuenta que organizó una charla sobre el tema en La Esquina del Mundo, porque, para él, “el patio está jodido” y ve a La Esquina como “un lugar de ayuda”:
—Te ayuda porque te abriga; vos tenés una complicación y estás en un ambiente… los boliches son consultorios.
—¿Vos sos el psiquiatra?
—Claro, yo soy el mago —responde con risa.
Por Agustina Lombardi
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