Por Gerardo Carrasco
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Uruguay, el país de los sempiternos tres millones de habitantes, es un lugar donde el vaivén del flujo migratorio parece responder a un régimen de mareas. Desde fines del siglo XIX hasta pasada la mitad del XX, fue un gran receptor de migrantes y luego, por razones diversas, la corriente se revirtió y comenzó una sostenida emigración, una diáspora tan numerosa que dio en conformar eso que algunos llaman “departamento 20”.
La historia familiar e individual de Mirella Frangella encaja en esa historia general. Sus abuelos, Enrique Frangella y María Margarita Barrera, fundaron en 1923 en Montevideo el primer estudio profesional de fotografía a color de toda Sudamérica.
Su madre, Hella Frangella, también fotógrafa, llegó de Alemania en 1964 y desarrolló aquí una exitosa carrera especializada en fotografía infantil.
En 1985, cuando Mirella era apena una niña, su madre alemana y su padre uruguayo se mudaron con ella a la ciudad germana de Diepholz, donde abrieron un estudio fotográfico al que bautizaron “Montevideo”.
Mirella siguió la tradición profesional de su familia y se convirtió en fotógrafa, aunque aclara que su rumbo es diferente al de sus antecesores. En los últimos años viajó a menudo a su país natal y recorrió un mundo que no había conocido en su infancia montevideana: el del Uruguay profundo y la tradición gauchesca. De esa serie de recorridas surgió el libro Raíces vivas: retratos de amistad en tierra gaucha, un completo fotorreportaje acompañado de testimonios de las personas que Mirella conoció en sus cuatro periplos. Fue publicado este año por Editorial Planeta, con textos en español e inglés.
“Vine allá por 2015 y por otros asuntos, pero tenía la curiosidad de conocer el campo, y también ‘lo del gaucho’”, cuenta en entrevista con LatidoBeat. “Conocía historias, pero quería saber más sobre el gaucho y esa cultura. Entonces fui al campo, conocí a varias personas y me impresionó la filosofía que tienen”, expresa en un español perfecto, aunque con marcado acento teutón.
En esa primera visita, la artista contó a algunos conocidos su idea y recibió un consejo: tenía que ir a la Patria Gaucha, la fiesta criolla anual que se celebra en el departamento de Tacuarembó.
“Fui a la Patria Gaucha porque la abuela de un amigo me lo dijo. Ahí me encontré con un personaje conocido como ‘El Caraguatá’ [Gilberto Remigio Duarte], y que aparece en el libro. Le tomé una foto y me empezó a hablar”, refiere. Ese encuentro fue decisivo para decidirse al proyecto que abordaría recién en 2017, en una nueva visita a Uruguay.
“Volví y fui otra vez a la Patria Gaucha, era de noche y llovía. Busqué de nuevo al Caraguatá, que es alguien a quien todos allí conocen, hasta que lo vi lejos, en una zona apartada, con un poncho impermeable amarillo. Me acerqué y me reconoció de inmediato. ‘Muchacha, tenés ojos de águila’, me dijo”, recuerda sonriente.
“En el campo las personas son más presentes, en la ciudad yo a veces no logro conocer a alguien entre tantas caras, y ellos [las personas de campo], aunque te vieron solo un momentito, años después te reconocen y de todo se acuerdan”, considera.
“Cuando ellos hablan contigo hay como una firmeza, algo enraizado. Les gusta contras historias de su vida, de los tiempos de antes, o de la naturaleza, sus filosofías y creencias. Entonces pensé en hacer un reportaje fotográfico y conocer también más mi país natal”, narra.
¿Existe el gaucho?
Quienes —como este cronista— cursaron la educación primaria en tiempos de dictadura, aprendieron que el gaucho era una suerte de cuadro militar del artiguismo. Un héroe, pero uno muerto. “Ya no existen más los gauchos, los que viven ahora en el campo son paisanos”, repetían con acierto las maestras.
Del mismo modo, en su poema “El gaucho”, Jorge Luis Borges canta la elegía de ese extinto personaje de la epopeya rioplatense. “Hoy es polvo de tiempo y de planeta. / Nombres no quedan, pero el nombre dura. / Fue tantos otros y hoy es una quieta / Pieza que mueve la literatura”, escribió el argentino.
“Esa fue una de mis preguntas iniciales: ¿existe [el gaucho], no existe o qué? La gente me decía que no existe, pero la abuelita de mi amigo me decía ‘ve allá y vas a ver’”, rememora.
Para la autora, la pervivencia o no del gaucho “depende del punto de vista. En un sentido literal quizá no, pero si vas allá [a la Patria Gaucha] todo el mundo se define como gaucho, y ¿quién lo va a saber mejor que ellos?”.
En sus recorridos, Mirella halló viva la llama de esa tradición en una expresión muy característica y en su significado: la gauchada. “Para mí esa es la respuesta, en algo bien típico, la ayuda incondicional de unos a otros”, idea que transmite Damián Silvera Pereira, uno de los entrevistados para el libro.
“Yo creo que el gaucho sigue existiendo, porque cuando uno precisa una mano para las tareas de campo o pide una ayuda para otra persona y alguien va a cambio de nada, para nosotros eso es una gauchada, eso es una persona gaucha. Cuando alguien necesita ayuda y otro viene a dar una mano, yo a eso lo llamo ‘gaucho’”, expresa el hombre en las páginas de la obra.
La riqueza y la pobreza
La figura del gaucho nace allá por el siglo XVII, como un hombre libre que sobrevive en un medio rural casi desierto, faenando ganado por su cuenta y llevando una existencia trashumante. Luego, con el nacimiento de las primeras estancias, se transforma en tropero, domador y diestro en cualquier tarea de campo. Un “siete oficios”, solía decirse, capaz de encargarse de las labores más duras y variadas. Más allá de lo versátil de sus habilidades, había un elemento en común para la mayoría de esos gauchos: casi no poseían bienes o patrimonio, y mantenían su vida nómade con aquello —monedas, cueros— que podían llevar consigo.
“Éramos tan pobres que ni intemperie teníamos”, cuenta el humorista Luis Landriscina. Borges —otra vez— en uno de sus versos habla de “el campo muerto de hambre, pobre como una araña”.
Esa austeridad primigenia es plasmada de manera impactante por la lente de la autora, en cuyas fotos no aparecen los lujosos interiores de los cascos de las más ricas estancias. Tampoco se detiene —como otros fotógrafos— en facones de enjoyada empuñadura o rumbosa platería criolla.
Las imágenes de Frangella muestran una realidad austera: interiores en ranchos de techo de paja, muros pintados a la cal, ladrillos desportillados y puertas de madera castigadas por incontables soles y lluvias. Y en medio las personas: trabajadores rurales retratados en su escenario cotidiano.
“Creo que en el camino me crucé con lo que debía ser, los lugares donde está la esencia, el contacto con la tierra en diferentes formas. Creo que estaba buscando esa esencia”, explica. “Para mí es como más puro, con más vida. No digo que sea fácil, es una existencia dura y expuesta a la naturaleza, al clima, no hay días libres”, añade.
Cosa de hombres
El mundo del gaucho ha sido un ámbito masculino por excelencia. Sin embargo, los tiempos cambian y esas transformaciones también fueron captadas por el objetivo de Frangella.
A modo de ejemplo, menciona a una de las protagonistas de sus fotografías, la joven Ruth Alexandra López Juby, quien prácticamente “nació encima de un caballo” y hoy jinetea con una destreza que nada tiene que envidiar a la de los varones.
Frangella coincide en que el mundo gauchesco no siempre tuvo las puertas abiertas a la presencia femenina que, pese a ello, es “cada vez mayor”. Sobre el caso de Ruth, subraya que “ella hace doma, creció con eso de chiquita. Es duro, ella quiere hacer ciertas cosas y se encuentra con la negativa porque es mujer, pero igual lo hace. Eso [la participación femenina] está ocurriendo mucho ahora, cada vez más, y es bonito”, se congratula. De hecho, las mujeres rurales —de toda edad y condición— son grandes protagonistas del libro.
“Pienso que todo se va transformando, y hay que ver lo que uno heredó y qué hace con eso. Por ejemplo, yo heredé la fotografía de mis abuelos y padres, lo respeto y lo agradezco, pero no hago exactamente lo que hacían ellos, voy por mi lado”, reflexiona.
A lomo de caballo criollo
Además del incremento del rol femenino, el campo uruguayo ha cambiado en otros aspectos. Uno de ellos es el crecimiento —lento, pero sostenido— de la doma racional.
“Es un tema que me preocupa mucho”, asegura Frangella, quien abordó el asunto a través de Roberto Rivero, uno de sus fotografiados.
“Es un especialista increíble con los caballos, y empezó con la doma tradicional. Hoy da charlas para entender mejor al caballo, tratarlo con amor, aprender técnicas que incluyen tomarse el tiempo para comprender al animal, obtener su confianza y no usar la violencia. Eso tiene varias ventajas”, entiende.
Pasado, presente y futuro
En sus cuatro expediciones por la “tierra purpúrea”, Frangella recorrió especialmente los departamentos de Tacuarembó, Rivera y Paysandú. Allí captó con destreza el ambiente rural uruguayo. Un universo que es a la vez sencillo y complejo, donde el caballo convive con el tractor y los pelegos alternan con textiles made in China.
¿Es el campo fotografiado por Frangella un mundo crepuscular o, por el contrario, posee vigencia y futuro? La pregunta no es simple y quizá no admita respuestas absolutas.
“Creo que puede tener futuro, pero siempre hay transformación, la vida es eso. Si se mantiene el amor a la cultura, podrá seguir, porque hay una identificación. El tractor puede sustituir al buey o al caballo en las tareas, eso es obvio, pero la cultura gaucha igual puede pervivir”, sostiene.
Esta supervivencia sería apreciable en las “expresiones culturales”, pero no solo en eso. “También me han dicho que hay jóvenes que tenían raíces en el campo, se fueron a la ciudad y ahora vuelven porque quieren trabajar en la tierra. Puede ser que haya otro rumbo, pero no soy la persona adecuada para hablar de eso”, advierte.
Historias chicas, historia grande
Si bien la gente del interior profundo puede ser conocida por sus “gauchadas” y hospitalidad, también es cierto que puede ser reservada y hasta desconfiada —a veces con sobrados motivos— para con los citadinos. En rigor, no a todo el mundo le gusta contar sus aventuras y desventuras a desconocidos, pero Mirella Frangella fue capaz de vencer las reservas y abrir las tranqueras del diálogo.
“Eso también fue mágico, porque en mis viajes y recorridas fui conociendo personas y preguntando. Todos me recibieron con confianza, o al menos así lo percibí. Todo el mundo me abrió las puertas y me apoyó con mi proyecto. Tampoco fue fácil para mí, por mi timidez y acento extranjero, pero creo que es algo muy empático. Si uno va con buenas intenciones la persona lo percibe y te recibe bien, y es lo que me pasó”, dice con sencillez.
Para Frangella, Raíces vivas es “un pequeño viaje al corazón del Uruguay, y lo hicimos juntos” con los entrevistados, como “algo colectivo”.
“Se trata de la conexión con el campo, la vida del campo, su gente, sus historias, transmitir esas historias”, remarca, y señala como ejemplo las palabras de Héctor Figueroa, otro de los entrevistados. “Él dijo que ‘las historias siempre hay que contarlas otra vez, porque eso las mantiene vivas’, y eso me gustó. Uno aprende mucho de esas personas, es importante escuchar las historias”.
Por ello, la artista entiende que su libro “puede servir de puente entre distintas realidades” y también como un estímulo "para preguntar y escuchar más. Preguntar a los abuelos, a los tíos” y así evitar que “historias que encierran aprendizajes muy valiosos” se pierdan cuando quienes las atesoran desaparezcan.
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