Por Delfina Montagna | @delfi.montagna
Existen muchos libros sobre la vida de Peggy Guggenheim. Jacqueline B. Weld entrevistó a 200 personas para redactar Peggy: The Wayward Guggenheim (1986). Virginia M. Dortch hizo lo suyo en Peggy Guggenheim and Her Friends (1994), y así también Mary V. Dearborn en el 2004, con Mistress of Modernism.
A medida que pasaron los años y el tamaño del archivo se engrosaba con más y más publicaciones, aparecieron también retratos literarios sobre ella en las memorias de artistas como Jimmy Ernst, Emily Colman o Gregory Corso. Y probablemente esta lista no sea exhaustiva. Ella misma, que hoy cumpliría 126 años, escribió tres versiones bien distintas de su autobiografía.
El amor de Peggy por la literatura era casi tan grande como hacia cualquier otra forma de arte. Muchos amigos cercanos consideraban que tenía talento para la escritura y la animaron a aventurarse en ello. En 1946, se publicó la primera versión de sus memorias, llamada Out Of This Century en un guiño hacia el nombre de su primera galería neoyorkina, llamada Art Of This Century. Su ex esposo y amigo Laurence Vail fue quien le sugirió este título alternativo al que había pensado ella: Five Husbands and Some Other Men.
Si este no sugiere ya el carácter provocativo de este texto, imaginen que fue prevenida por sus abogados sobre posibles demandas por injurias y cambió los nombres de algunas de las personas que aparecían, pero sin poner demasiado esfuerzo en ello; Laurence Vail era llamado Florenz Dale, Kay Boyle fue reemplazada por “Ray Soil” y Dorothea Tanning por “Annacia Tinning”. Bastaba con leerlos en voz alta para darse cuenta quién era quién.
En 1959 se editaron sus memorias con el título Confessions of an Art Addict, que trataba mucho más sobre su carrera artística y mucho menos sobre su vida personal. Peggy, al revisarlos, comentó que parecía "que el primer libro fue escrito por una mujer desinhibida y el segundo por una mujer que trataba de fijar su papel en la historia del arte”. Finalmente, se publicó una tercera versión en 1979, el año de su muerte, que retomaba el título original. Sobre esta última versión, la escritora e investigadora Francine Prose agrega que parece “la obra de una mujer desinhibida que ya había fijado su papel en la historia del arte”.
Esta cita de Prose es del libro de 2015 titulado Peggy Guggenheim: el escándalo de la modernidad, que es precisamente de donde yo saqué toda esta información y del libro que hoy quiero hablarles. Además de un capítulo sobre su estadía en Londres, otro sobre la etapa de París, otro sobre su carrera en Nueva York y también en Venecia, Prose dedicó un apartado de su libro a su nariz y otro que se titula “su dinero”.
Además de ser una investigación minuciosa, su tono coloquial, informal y accesible, honra sin dudas a su objeto de estudio, cuya personalidad ya insinúa con el epígrafe “Yo no soy una coleccionista de arte. Yo soy un museo”. Cabe agregar que la película Art Addict (2015), dirigida por Lisa Immordino Vreeland, es un excelente acompañamiento de esta lectura, que comparte mucho en su abordaje, material de archivo y disposición.
Ahora bien, ¿por qué existe todo este material sobre su vida y cuál fue exactamente “su papel en la historia del arte”? ¿Qué fue lo que la volvió una parte de los programas de estudio en materia de coleccionistas y coleccionismos? Joan Miró, Jackson Pollock, Marcel Duchamp, James Joyce, Yves Tangui, Ezra Pound, Samuel Beckett, Salvador Dalí, René Magritte y Pablo Picasso son algunos de los nombres de las personas de las que se rodeó, apadrinó, forman parte de su colección y enriquecieron su vida diaria y paradigma estético.
Establecidos y forasteros
Peggy fue radical, osada y visionaria al armar una colección apostando a lo que muchos dudaban de siquiera calificar como “arte”. Conectó a Europa y Estados Unidos en cuanto a este nuevo canon que se gestaba entre el cubismo, el arte abstracto, el surrealismo, y todo el avante-garde de sus tiempos. Salvó las obras de muchos de ellos antes de que cayeran en manos de los nazis, que las tildarían de “arte degenerado”. Fue, en sus propias palabras, “la partera del arte moderno”.
Conoció a muchas de estas personalidades en París, que era el hervidero cultural y vanguardista del momento. Cuando Freud llegaba a ser un intelectual “de moda”, los surrealistas postulaban que el subconsciente era la fuente de toda creatividad. Toda la revolución del arte se estaba gestando ahí: el dadaísmo y las corrientes hermanas plasmaban el sin-sentido que empezaba a impregnar toda forma de expresión humana tras semejantes guerras.
Los artistas sentían cinismo tras toda la propaganda política, estaban desilusionados e, incluso se podría decir, asqueados. Peggy encuentra esta bohemia como una alternativa a la vida burguesa que había llevado, y de la que —de todas formas— nunca se había sentido parte. Absorbía todas estas formas de pensamiento en los cafés que bullían con el impulso artístico de sus comensales.
Con el correr del tiempo, llegó a alcanzar su máximo potencial gracias a que, además tener la visión para armar tamaña colección, estaba bien conectada y sabía cómo encantar a los compradores de sus galerías y a la crítica que iba a difundir la carrera de estos artistas. Pero, más que nada, sabía a quién escuchar. Duchamp, según cuenta Peggy en el documental Art Addict, fue su gran maestro, y quien le enseñó “todo sobre arte moderno”. Otro excelente ejemplo de su sabiduría a la hora de asesorarse fue Herbert Read. Pero, para analizar su rol, tenemos que retrotraernos un poco en el tiempo.
Guggenheim Jeune
En 1937, Peggy se mudó a Londres. A sus 40 años, le pareció que no había sido más que una esposa y madre y decidió iniciar una carrera. El arte, dicen los críticos del documental de Vreeland, fue un vehículo para convertirse en ella misma. Estaba indecisa entre fundar una editorial o una galería. Tras optar por la última, nació "Guggenheim Jeune", donde exhibió a Cocteau, Kandinsky, Tanguy y conoció a André Breton.
Empezaba a constituirse como la oveja negra de su familia; tras ofrecerle a su tío Solomon Guggenheim, que también era coleccionista y galerista, su curadora (y presunta amante) le respondió que “pronto descubriría que estaba propagando la mediocridad, por no decir basura”. Su respuesta fue: “Creo que tenés una idea equivocada sobre mi galería. Por 16 años viví entre, y me hice amiga, de muchos artistas. Mis intenciones son puras. No deseo hacer plata, sino ayudar a artistas. Saludos”. Desde este momento en el que empezaba a diferenciarse de su familia, siempre fue considerada la enfant terrible de los suyos.
Su siguiente proyecto fue el de fundar un museo. Allí le pidió al crítico Herbert Read que renuncie a su puesto, sea su nuevo curador y confeccione una lista de quienes serían, a su parecer, los grandes pintores del siglo veinte. Huyó de Londres cuando la Segunda Guerra Mundial escalaba, ya que “no tenía sentido construir un museo que podía ser bombardeado en cualquier momento”, y se dirigió a París a conseguir obras de todos los que integraban la lista de Read.
París, 1941
Cuando la invasión nazi en Francia era inminente, inició conversaciones con el Museo Louvre para poner a salvo su colección. El museo, sin embargo, no consideró que valiera la pena guardar las obras de Max Erst, De Chirico, Miró, Dalí, Magritte. La forma que encontró de salvaguardarla fue enviándola a Estados Unidos en un barco con la etiqueta de “objetos del hogar”. De la misma forma, ayudó a los artistas a escapar de Europa, poniendo a disposición sus conocidos, sus recursos económicos y las rutas que eran seguras.
Nueva York
Llegó a Estados Unidos en 1941. Se casó con Max Ernst poco después. Ella, según cuenta, estaba perdidamente enamorada de él. Él tenía muchas amantes y mostraba poco interés, y muchos de sus coetáneos, junto con quienes analizaron sus vidas, adjudican este matrimonio por parte de Ernst como un movimiento inteligente para su carrera.
Sin embargo, la razón por la que se casaron a las apuradas en ese momento fue porque Ernst era alemán y el gobierno estadounidense lo perseguía y acusaba de ser informante de un enemigo. Una vez casados, Peggy pudo granjearle toda la seguridad que antes no tenía.
Aunque el clima en su casa era tenso debido a este matrimonio profundamente desigual, Guggenheim era indescriptiblemente feliz dedicándose al proyecto de su galería Art Of This Century. Tras mucho buscar, dio con el espacio perfecto, que constaba de dos lofts contiguos sobre la calle 57 oeste. Para diseñarla, se puso en contacto con Frederick Kiesler. No podía ser de otra forma; el arquitecto era conocido por su vanguardismo, era modernista y erudito. Desde un principio, quedó claro que Art Of This Century iba a ser algo muy nuevo y distinto a los espacios convencionales.
Esta diferencia se concentró radicalmente en la experiencia de los espectadores. Subvirtió completamente el enfoque tradicional de la exposición de obras de arte y fue coherente con los principios teóricos y estéticos de los movimientos artísticos representados en la colección. Se mostraba la muestra permanente, los cuadros colgaban al alcance de la mano de los espectadores, sobre unos postes para que estos pudieran inclinar las obras y observar cómo interactuaban con la luz. Los cuadros de Klee, por su parte, se exponían sobre una cinta transportadora que se podía activar o desactivar con un botón. También tenía un salón dedicado al cubismo y arte abstracto, y otro dedicado a exhibiciones temporales, llamado “Daylight Gallery”.
Este montaje novedoso obedecía a un impulso de desacralizar el arte. Históricamente, las galerías habían sido un lugar exclusivo y estaban “diseñadas para transmitir la idea de que comprar cuadros era un signo de pertenencia”, cuenta Prose. Este lugar nuevo, en cambio, pretendía animar a la diversión y generar un clima de intimidad con las obras. Tras un breve lapso en el que se cobró la entrada veinticinco centavos, Howard Putzel convenció a Peggy de que la entrada debía ser libre. Logró convertirse en uno de los lugares de la ciudad a los que “había que ir”.
Para dar cuenta de su diversidad e impacto, podemos contar que expusieron allí ambos padres de Robert De Niro (su mamá hizo una performance y su papá un cuadro de arte abstracto), se realizaron sesiones de fotos para la revista Vogue, apareció en un reportaje fotográfico del Times y la visitó el filósofo francés Jean-Paul Sartre.
Entre todos sus hallazgos (nada menos que Pollock) y exhibiciones con gran trascendencia, vale la pena mencionar la muestra que se tituló “31 mujeres” y contó con obras de Leonora Carrington —futura amante de Ernst, el marido de Peggy— y Frida Kahlo, entre otras. Muchos le atribuyen ser la primera muestra que se dedicó exclusivamente a exhibir obras de artistas mujeres —tanto europeas como americanas— . De hecho, casi un 41% del total de las obras que se mostraron en la exhibición temporal estaban hechas por mujeres.
Su dinero y su nariz
A pesar de que facilitó todos sus recursos y dinero para ayudar a sus amigos a escapar de Europa, fue benefactora de muchos artistas, amigos e incluso llegó a enviar mesadas para las actuales de sus ex, Peggy tuvo durante su vida, y después de su muerte, fama de tacaña. Se la caracterizó así en novelas de ficción poco disimuladas de sus amigos y amigas escritoras y, cuenta Prose, también explícitamente en biografías de otras personas como la de Pollock o Djuana Barnes (que, según Francine, fue una de las personas que más se benefició de su generosidad y más difundió su supuesta avaricia).
Puede que esto obedeciera a tres razones. En primer lugar, a que nadie sabía exactamente en cuánto consistía su fortuna. Este carácter misterioso daba lugar a especulaciones muchas veces insólitas, y al hecho de que sus personas más cercanas imaginaran una suerte de fuente de fondos ilimitados (ante lo que cualquier límite que ella pusiera sería solo una muestra de avaricia; si alguien tuviera plata infinita, ¿por qué no la daría?).
En segundo lugar, Peggy llevaba las cuentas claras. Por muy benefactora que fuera, acostumbraba a tener un registro factual preciso y toda la información al día. En tercer lugar, y esta es el punto más crítico para con ella, es que sí hubo ocasiones en las que usó su fortuna con fines destructivos. Esto se conoce, en especial, en su matrimonio con Laurence Vail, aunque también con algunas de sus amistades. “A Peggy le gustaba jugar con la gente, y sabía que con su dinero podía incomodar, ofender y dar lugar a habladurías”, desarrolla la escritora e investigadora.
Para los curiosos sobre datos cuantitativos, cuando Peggy tenía 21 años y murió su abuelo materno (James Seligman), ella recibió 450.000 dólares, lo que equivaldría a cinco millones cuando escribe Prose, y a 8.181.000 hoy. En 1937, cuando murió su madre, recibió la misma suma otra vez. Sin embargo, armó toda su colección con un total de 40 mil dólares. Hoy en día, esa suma no alcanza para comprar ni una de todas las obras que la integran.
Tanto el lado materno (Seligman), como el lado paterno (Guggenheim), empezaron como comerciantes, vendiendo cosas puerta a puerta. Luego, los Seligman iniciaron su negocio familiar como bancarios, mientras que los Guggenheim se interiorizaron en la minería. Su madre hacía todo tres veces: decía tres veces las frases, usaba tres abrigos y tres relojes. Su padre, Ben Guggenheim, murió en el Titanic porque le entregó a otra persona su salvavidas cuando Peggy tenía trece años.
Sobre su nariz, ella contó que fue hasta Cincinnati, Ohio, a que le practicaran una rinoplastia. La cirugía estética estaba todavía en sus comienzos, le aplicaron anestesia local que no la previno de sentir un gran dolor, y el cirujano anunció que no podía terminar con la operación. Ella diría que su nariz quedó peor debido a esta intervención.
¿Por qué están unidos su dinero y su nariz, teniendo un capítulo cada uno en el libro de Prose? La autora explica que “este par de sustantivos y sus implicaciones de mal gusto tenían mucho que ver con cómo se veía ella a sí misma y cómo la veían los demás: como una mujer adinerada y con la mala suerte de no ser atractiva”. Estos dos elementos llegaron a marcar la conversación en tal grado que, agrega luego, “conviene tenerlos en consideración, juntos y por separado”. En otro elemento, no menor, en el que convergen es que Peggy logró integrar un círculo de personas que pocas mujeres lograban penetrar y, en la mayoría de los casos, sus vías de acceso eran la belleza o el dinero.
Hombres
Pareciera que amor y admiración fueron, para Peggy, la misma cosa. Su primer marido fue Laurence Vail, que le propuso matrimonio en sus primeros años en París, en la punta de la Torre Eiffel, y fue el padre de sus dos hijos. Muchas de sus peleas escalaban hasta la violencia física. Después de divorciarse, fueron mejores amigos.
Un amante importante en la vida de Peggy fue el escritor John Holmes, a quien ella quiso enormemente (y fue correspondida), y lo reconoció también como uno de sus grandes profesores, que la instruyó en poesía, filosofía y ficción. “Tuve tantos abortos, como siete. La mayoría de ellos fueron de Holmes”, cuenta en el documental.
Sobre Max Ernst, ya insinuamos bastante de su matrimonio conflictivo. Una sola cita de su autobiografía basta para ilustrar bien esta relación: “No tuvimos un solo momento de paz en aquel lugar tan maravilloso. Lo que Max necesitaba para poder pintar era paz, y lo que yo necesitaba para poder vivir era amor. Como ninguno de nosotros dos le daba al otro lo que necesitaba, nuestra unión estaba condenada al fracaso”. Esta falta de amor le valió a Peggy cierta cuota de humillación pública; quienes la conocían en ese momento acotaron que siempre se lo veía a él muy frío, y a ella muy insegura.
También tuvo como amante a Samuel Beckett, autor de Esperando a Godot (1953). Estos no son ni de cerca todos sus esposos o sus amantes, sino aquellos de los que podemos contar algo curioso sin extendernos demasiado. Siendo que su primera autobiografía iba a titularse “Cinco esposos y otros hombres”, sería casi una falta de respeto no incluir este apartado.
Muchas veces se la tildó de “promiscua”, “ninfómana” e incluso loca cuando los hombres que tenían comportamientos similares no sufrían consecuencias siquiera comparables. En sus últimos años, Peggy escribió “Veo hacia atrás en mi vida con gran alergía. (...) Siempre hice lo que quise y nunca me importó lo que los demás pensaran. ¿Liberación de la mujer? Yo era una mujer liberada antes de que hubiera un nombre para eso”.
Venecia
Para el año 1951, Peggy adquirió el Palazzo Venier dei Leoni, una edificación de una planta que daba al gran canal de Venecia. A la entrada instaló una escultura de bronce hecha por el artista Mariano Marini en 1948, que consiste de un jinete sobre un caballo con un falo erecto y desmontable. “Los elementos visuales más impactantes de la obra son el jinete, el caballo y el pene-, cuenta Prose- sobre todo el pene”. Peggy aseguraba que lo desmontaba cuando sabía que iban a pasar monjas por allí.
Su deseo de escandalizar hasta el final no fue en vano; según el testimonio de Peggy, la princesa Pignatelli le dijo que de tirar sus horrendos cuadros al gran canal, tendría ella la casa más linda de Venecia. Poco le importó; ella amplió su colección con artistas italianos, mientras siguió dedicándose a quienquiera que le resultará interesante, como muchos de los poetas y escritores de la Generación Beat que peregrinaban allí.
Después de una vejez en la que sufrió algunas complicaciones de salud, pero disfrutó muchísimo de la compañía y los paseos en góndola (experiencia retratada en la última versión de su autobiografía), murió a causa de un infarto en diciembre de 1979. Está enterrada junto a sus quince perritos —muchos de ellos bautizados en honor a sus amigos— en su Palazzo, que ahora funciona como museo. Poco antes de morir, escribió que desde que el sexo la había abandonado, su mayor placer era flotar. Murió —y descansa— en el lugar indicado.