No son pocas las veces que al hablar de veganismo se escuchan comentarios como “es solo una moda”, “es un invento de Bill Gates y la élite mundial”, “son solo unos jóvenes rebeldes, ya se les va a pasar”. Pero ¿qué tan nuevo es realmente este debate filosófico?
Si definimos al veganismo como una postura ética de consideración moral hacia los demás animales, sus raíces se remontan a los orígenes mismos de la filosofía, cuando el humano empezó a cuestionar su relación y posición en la naturaleza. ¿Qué diferencia al humano del resto de los animales? ¿La razón? ¿El alma? ¿Una voluntad divina?
En esta columna haré un primer recorrido histórico por antiguos filósofos occidentales y sus pensamientos sobre la cuestión animal, yendo del 600 a. C. al año 1058 d. C. Continuando en futuros textos desde la Edad Media hasta el siglo XX, donde se termina de consolidar la teoría ética de la consideración moral respecto a los animales y da comienzo al movimiento social que conocemos hoy en día.
En la antigüedad han existido culturas y grupos en Occidente que se abstenían del consumo de animales, como los orfistas o los “lotófagos” (mencionados por Homero en su Odisea), pero la falta de registros históricos nos hace difícil conocer exactamente cómo y por qué lo hacían. Por lo tanto, para enmarcar esta historia, iré a los primeros pensadores que plantearon la relación humano-animal como un problema moral y, sin dudas, uno de ellos fue el famoso Pitágoras (aproximadamente 569-475 a. C.).
A pesar de ser enormemente reconocido y estudiado por su teorema matemático, sus aportes a la astronomía, música y filosofía, rara vez se menciona que Pitágoras fue de los primeros exponentes por la consideración moral de los animales y la alimentación sin consumo de animales.
A diferencia de otros filósofos griegos, Pitágoras creía que, al morir, el alma humana podía transmigrar al cuerpo de otro animal, y viceversa. Por lo tanto, matar o dañar a un animal era un acto de crueldad que ensuciaba la pureza del alma y también corrompía la moral de una sociedad, fomentando la normalización de la violencia e incluso la guerra.
Los planteamientos de Pitágoras fueron tan influyentes que muchos siglos después de su muerte, la alimentación sin consumo de animales se denominaba “alimentación pitagórica”, hasta el surgimiento del término “vegetarianismo” en el siglo XIX. Muchos de sus fieles seguidores y descendientes de su escuela filosófica mantuvieron esta postura y forma de vivir, por ejemplo, el filósofo Empédocles (494-434 a. C.).
Cabe aclarar que en la mayoría de los casos de quienes seguían esta alimentación pitagórica, desconocemos si consumían derivados de animales como la leche o los huevos, pero el filósofo Jámblico menciona que Pitágoras también se rehusaba al uso de pieles y lana para vestimenta, optando por alternativas como la tela de lino.
En su obra Metamorfosis, el poeta romano Ovidio (43 a. C. -17 d. C.) dedica un episodio a Pitágoras, recreando un apasionado discurso donde plantea su postura ante la crueldad hacia los animales. Siglos más tarde, el pintor barroco Peter Paul Rubens se inspira en dicha obra para la creación de la pintura que encabeza este texto, que retrata al filósofo argumentando a los gobernantes para que adopten una alimentación vegetal.
Pero no todos los antiguos griegos opinaban igual sobre los demás animales. Aristóteles (384-322 a. C), a pesar de que en su estudio de la biología consideraba a los humanos como animales, creía en una jerarquía natural donde las plantas existían para los animales y los demás animales para los humanos. Cabe destacar que en la misma línea argumentativa de “la jerarquía natural de las cosas”, también pensaba que las mujeres estaban debajo de los hombres y que las razas no griegas, naturalmente, eran inferiores. Esta moral jerarquizada por criterios considerablemente arbitrarios terminó predominando en la cultura occidental, donde los sistemas sociales categorizan a los individuos como superiores e inferiores, fomentando lo que hoy consideramos discriminaciones morales arbitrarias como el machismo, racismo y especismo.
A pesar del gran aporte de Pitágoras a la cuestión animal, su argumentación implicaba aspectos metafísicos que dependían de las creencias espirituales de la persona. Pero seis siglos después nace otro personaje histórico que haría un impresionante avance en la teorización de la ética y el estudio de los animales: Plutarco de Queronea (46-119 d. C.). El griego escribió tres tratados que trabajan en profundidad la cuestión animal: De sollertia animalium (Sobre la inteligencia de los animales), Bruta animalia ratione uti (Los animales usan la razón) y De esu carnium (Sobre comer carne), donde aborda tanto cuestiones morales del consumo de animales como cuestiones filosóficas sobre el instinto, la razón y hasta conceptos que hoy trabajaría la etología (el estudio del comportamiento y la psicología animal).
Plutarco comparte la postura de los estoicos de que en la naturaleza todo tiene un propósito, pero discrepa en que el propósito de los animales sea servir de uso al humano. En el siguiente fragmento que citaré entra en juego un argumento que siglos después (incluso en la actualidad), será para muchos el eje principal de la consideración moral: la capacidad de sintiencia.
Pues la naturaleza, de la que con razón dicen que todo lo hace por algo y con vistas a algo, no hizo al ser vivo sensible para que se limitara a sentir cuando algo le afecta; antes bien, dado que muchas cosas son familiares para él y muchas otras le son hostiles, no podría sobrevivir ni un instante si no aprendiera a guardarse de unas y a tener trato con las otras. Ciertamente es la sensación la que permite a cada cual discernir tanto unas como otras; pero el hecho de atrapar y perseguir lo beneficioso, que se sigue de la sensación, así como el hecho de escapar y huir de lo que es destructivo y doloroso, todo ello de ninguna manera podría aparecer en seres que no estuvieran naturalmente dotados para el razonamiento, el juicio, la memoria y la atención.
A diferencia de los estoicos, el oriundo de Queronea argumenta que, aunque los demás animales no son agentes morales (capaces de entender y practicar la moral hacia otros), estos debían ser considerados moralmente por los humanos (lo que hoy llamamos como pacientes morales), dejando de lado las situaciones de defensa propia, donde el daño es justificado.
Está claro que —a menos que debamos defendernos— no comemos leones y lobos; al contrario, nos olvidamos de ellos. Sin embargo, apresamos y matamos animales mansos y domésticos, carentes de aguijones y dientes para dañarnos, seres a los que —por Zeus que sí— parece haber creado la naturaleza merced a su belleza y encanto…
En su tratado Sobre comer carne, Plutarco hace una impresionante introducción, cambiando la perspectiva del asunto y preguntándose cómo es que los humanos comenzamos a comer animales:
Me preguntas por qué razón Pitágoras se abstenía de comer carne, pero yo me pregunto, más bien, cuál era el sentimiento, el estado mental o anímico del hombre que por vez primera se acercó a la boca una carne asesinada, del hombre que se atrevió a llevarse a los labios la carne de un animal muerto, y qué hizo que se sirvieran en su mesa cadáveres en putrefacción, convirtiendo en alimento miembros que poco antes balaban, mugían, andaban y veían. ¿Cómo pudieron sus ojos soportar la visión del asesinato? ¿Cómo fue capaz de ver morir, despellejar y descuartizar a un pobre animal? ¿Cómo su olfato soportó ese olor? ¿Cómo es que no sintió asco y horror cuando tuvo que entrar en contacto con el cuerpo desmembrado, cuando se manchó con la sangre y los líquidos que salían de las heridas mortales de otro ser?
Plutarco intenta explicar dicho acontecimiento de la humanidad enmarcándolo en un período de extrema escasez de alimentos, donde el consumo de animales se volvió una necesidad de supervivencia al no tener la abundancia de cultivos y opciones que él observaba en su época:
Ahora bien, a quienes vivís en la actualidad, ¿qué arrebato o qué locura os impulsa a mancillaros con sangre, cuando tenéis cubiertas vuestras necesidades? ¿Por qué hacéis escarnio de la tierra, como si no pudiera alimentaros? ¿Por qué sois impíos con Deméter, portadora de leyes, y deshonráis al afable y dulce Dioniso, como si no obtuvieseis de ellos lo suficiente? ¿No os avergonzáis de mezclar nuestros frutos con sangre y muerte? Y eso que llamáis “salvajes” a las serpientes, a los leopardos y a los leones, pero no sois inferiores a ellos en crueldad cuando matáis: de hecho, para ellos la muerte es alimento; para vosotros, “guarnición”. (N. del R.: Deméter y Dioniso son deidades que representan las cosechas y la vid).
Las escrituras del griego abundan demás argumentos éticos y empíricos dignos de ser admirados para su época, pero, además, quiero reconocer la sensibilidad y empatía que podía tener un humano hacia otros seres, que va más allá de cuestionar el matar o no matar, de causar sufrimiento físico o no, sino que es simplemente reconocer la vida y los intereses de otros individuos, desde algo tan simple como tomar sol. Al tratarse de algo observado en todas las partes del mundo y la historia, esta sensibilidad parece una característica innata del humano, no así como la cultura, que nos define y condiciona según la época y contexto en que nacimos.
El caso es que nada nos perturba: ni el aspecto de la carne fresca ni el carácter persuasivo de la voz melodiosa ni la pureza en los hábitos de vida ni la peculiaridad de la inteligencia de estas pobres criaturas. Sin embargo, por una pequeña porción de carne, les privamos del sol, de la luz, del curso de su vida, cosas que, por esencia y naturaleza, merecen.
Porfirio (234-305 d. C.), más conocido por la creación de las Enéadas, al igual que muchos neoplatónicos también se abstenía del consumo de animales. Un día, luego de escucharlo de reiteradas fuentes, confirma los rumores de que un viejo amigo suyo de la escuela filosófica de Plotino, Firmus Castricius, había regresado al consumo de carne, por lo que decide recopilar y refutar los argumentos que se escuchaban en la época por parte de los peripatéticos, estoicos y epicúreos —corrientes filosóficas— en contra de la consideración hacia los demás animales.
En este trabajo titulado Sobre la abstinencia, plantea todo tipo de argumentos, como la concepción de la dieta vegetal como idónea para el cuerpo humano, el daño que provoca la crueldad hacia los animales en la virtud de la humanidad y, en especial, la defensa de los animales como seres con inteligencia que merecen ser considerados por más que no entiendan conceptos como la justicia.
Para quienes argumentaban el consumo de animales, considerarlos moralmente significaría destruir el concepto de justicia conocido por los humanos, a lo que Porfirio responde:
En efecto, siendo un fin el placer, se evidencia la destrucción de la justicia. Porque ¿a quién no resulta evidente que la justicia se engrandece por medio de la abstinencia? Pues el que se abstiene de todo ser animado, aunque se trate de seres que no se relacionan con él en sociedad, se abstendrá mucho más de causar perjuicio a un congénere.
Para tratarse de una obra de más de 1700 años, resulta muy curioso encontrar argumentos que hoy en día los veganos siguen escuchando, como la supuesta necesidad del consumo de animales para la salud humana:
[…] al reflexionar conmigo mismo sobre el motivo de tu cambio, no podría asegurar que ello obedezca a un intento de conseguir salud y fortaleza, como diría la muchedumbre ignorante. Al contrario, tú mismo, de acuerdo conmigo, reconocías que un régimen de comidas sin carne era lo adecuado para la salud y para la correcta tolerancia de los esfuerzos que lleva consigo la consagración a la filosofía.
Cabe destacar que los filósofos antiguos mencionados en esta nota (que no comían carne), se estima que vivieron entre 70 y 90 años de edad, algo de por sí impresionante al considerar la baja esperanza de vida en las épocas antiguas, y más al recordar que no existía ninguna tecnología moderna como los antibióticos, pastillas para el colesterol y la hipertensión, cirugías del corazón y tratamientos de enfermedades. Incluso tras 1700 años de avances en medicina, la esperanza de vida en Uruguay es menor a lo que vivieron algunos de estos personajes antiguos.
Hasta el momento, en mis investigaciones no había encontrado registros específicos de personas que rechazaran también otros derivados animales como la leche o los huevos, hasta descubrir al poeta y filósofo árabe Al-Ma’arri (973-1058 d. C.).
Se destaca por sus ideas controversiales para la época, haciendo una enorme crítica a toda religión como dogma impuesto, a la tradición y a la autoridad. Uno de sus poemas nos deja en claro, quizás por primera vez, que el veganismo existió muchos siglos antes de la creación de dicho término en el año 1944.
Al no poder creer lo revolucionario de su discurso, fui a buscar la fuente original del poema en árabe, para confirmar que no se tratara de una mentira de internet. Resulta que el poema es verdadero y que ha sobrevivido siglos de censura y destrucción de textos de Al-Ma’arri por parte de imperios y gobiernos autoritarios, incluso en la actualidad, ya que una de sus estatuas fue destruida en el 2013 por parte de un grupo terrorista yihadista.
A partir de esto me pregunto qué tantas otras obras se habrán perdido en la historia, qué tantos personajes habrán tenido ideas revolucionarias que no fueron comprendidas en su época, qué tantos habrán sido censurados, perseguidos o invisibilizados por no pertenecer a la religión dominante, por ser mujeres, por ser sensibles, o por querer expandir la justicia y la consideración hacia individuos oprimidos e ignorados por el sistema.
Ya no le robo a la naturaleza
Estás enfermo en entendimiento y religión.
Ven a mí, puede que escuches alguna verdad profunda.
No comas injustamente los peces que el agua ha entregado,
y no desees como comida al cuerpo de animales matados,
O la blanca leche de las madres que intentaron dar sus nobles tragos
a sus bebés, no las nobles damas.
Y no aflijas a las confiadas aves tomando sus huevos;
pues la injusticia es el peor de los crímenes.
Y prescinde de la miel que laboriosamente extraen las abejas
de las flores de plantas perfumadas;
porque ellas no la guardan para que pueda pertenecer a otros,
ni la comparten para que sirvan de recompensa o regalos.
Lavé mis manos de todo esto; y ojalá
hubiera percibido mi camino antes de ver mi pelo encanecer.
Al-Ma’arri (973-1058 d. C.)