En su obra El spleen de París (1869), o Pequeños poemas en prosa, el irreverente, sugestivo, y en palabras de Paul Verlaine, maldito, Charles Baudelaire nos presenta, fiel a su estilo, una situación con la que muchos pudimos fantasear alguna vez. Aunque nuestra conciencia —ese dispositivo de control más eficaz que ningún otro— se activa en el momento justo para sublimar cualquier pensamiento y, sobre todo, acto violento que nos lleve a la consumación del deseo más primario e irracional. La situación implica a un hombre que es abordado por un mendigo cuando se disponía a entrar a un bar y, en lugar de limosna, opta por darle al primero una golpiza, que le es devuelta, quedando ambos muy maltrechos. “Con mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la vida”, reflexiona el protagonista, en primera persona, hacia el final del relato en el poema nº 49. Terminado el pugilato, le habla de la siguiente manera al limosnero: “¡Señor mío, es usted igual a mí! Concédame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si es filántropo de veras, que a todos sus colegas, cuando le pidan limosna, hay que aplicarles la teoría que he tenido el dolor de ensayar en sus espaldas”.

Cada vez que leo esos pasajes, u otros que contiene el texto, como por ejemplo que “solo es digno de libertad quien sabe conquistarla” o “solo es igual a otro quien lo demuestra”, no puedo evitar pensar qué sucedería si estas afirmaciones son leídas por la persona equivocada. Con la persona equivocada me refiero a aquellas que creen en la meritocracia y que lo que tienen, lo tienen porque “se lo ganaron”. Personas que no ven en la propiedad privada un robo y que despotrican contra “el peso del Estado”. Que piden a gritos seguridad, mano dura y garantías. Que se creen que son mucho más que un mono erguido que, por el azar sociológico, cayó de un lado y no del otro del mostrador económico. Que ven cada derecho adquirido como una amenaza de su statu quo y que hablan de la historia con desdén, pidiendo enfáticamente que se “dé vuelta la página”. Supongo que, además de creer equivocadamente que Baudelaire piensa como ellos, creerán haber encontrado cierto marco teórico para sus prejuicios y odios de clase.

El sesgo de confirmación o sesgo ideológico funciona y se ejerce de izquierda a derecha —y viceversa—, también de arriba abajo, y no discrimina a nadie. Todos nos vemos seducidos por reparar con mayor atención en aquello que refuerza nuestras creencias, y descuidar convenientemente todo aquello que podría refutarlas. He decidido traer este texto, y en particular esta situación, porque es una con la que diariamente nos topamos, en cada semáforo, a la salida de cualquier supermercado y, en definitiva, cada vez que estacionamos el auto en cualquier lugar que no sea “nuestra casa”. El mendigo hipotético del texto de Baudelaire se nos presenta diariamente y nos interpela. Pensamientos incómodos nos invaden y tratamos de salir lo más indemnes de esa transacción imposible. Nos sentimos algo en deuda si ignoramos que allí hay un ser humano en semejante situación de vulnerabilidad, pero el ajetreo de nuestra vida no nos permite demorarnos mucho y, por otra parte, no queremos. Así que siempre, o generalmente, optamos por ese tibio término medio que redunda en darle una propina que no exceda una “cifra razonable”. No hicimos más que callar la voz de esa misma conciencia que, además de evitar que lo violentemos, nos quiere algo culposos. No satisfechos, nos vamos ensayando frases autocomplacientes del tipo “no puedo darle a todos, imaginate si le doy veinte a cada uno” o “que el Gobierno haga algo”. Y esto en el mejor de los casos.

También podemos irnos rumiando con fingida convicción: “Yo pago mis impuestos y no tengo por qué cruzarme a un pichi en cada esquina”. En cualquier caso, sea cual sea el camino elegido, la sensación que nos queda es que algo no anda bien, y que mi opulencia —andar en auto frente a alguien que mendiga siempre será opulento— no es gratuita. Y este último tal vez sea el pensamiento más aterrador: que mi abundancia necesita de la escasez de otros.

Pero ¿cuál es la solución? ¿Cómo responder frente a la necesidad, vulnerabilidad, debilidad de otro que me interpela? Algunos eligen el camino de la solidaridad, el servicio, las donaciones, en definitiva, las limosnas que tengan un poco más impacto que las monedas que solemos dar.

Sin embargo, todos esos gestos en apariencia filántropos se fundan en un sentimiento de lástima que establece una relación de poder. Yo soy el poderoso, quien tiene, a quien le sobra, y me apiado, solidarizo, del desvalido a quien le falta. En ese “altruista” y aparentemente desinteresado acto de dar, no solamente callo un poco más, y tal vez mejor, a mi conciencia, sino que me fortalezco. Me siento mejor conmigo mismo. Creo haber hecho algo por alguien. Pero ¿qué significa hacer algo por alguien? Es que acaso, ¿podemos? Baudelaire deja en claro que no. Que “solo es igual a otro quien lo demuestra”. Pero, entonces, ¿debo ignorar al mendigo? ¿Debo decirle que es igual a mí o como hizo el protagonista del relato, darle una golpiza?

Insisto, no se puede leer este texto como un manifiesto neoliberal que clama reducir el Estado, pero sí es cierto que hay sentimientos que no hacen nada por el otro. Como la lástima, la misericordia o la piedad. En verdad, solo refuerzan una relación desigual entre ricos y pobres. Solo puedo concebir sentir lástima si existe alguien que la merece, y solo existirá alguien que la merezca en la medida que la sienta. Que necesite sentirla, porque debo expiar culpas. “Bienaventurados los pobres porque gracias a ellos existe este negocio”. Esa debió ser, en verdad, la bienaventuranza que rezó alguna vez el apóstol y evangelista Mateo. La caridad solo quiere perpetuar una relación de poder y mantener un statu quo, pero nunca será filántropa. Nunca se ejerce para eliminar diferencias o generar igualdad sino para reforzar la diferencia y la asimetría.

Siguiendo esta línea argumental, la golpiza —ahora sí, metafórica— que propina el protagonista del relato es, tal vez, una golpiza de dignidad, una que pide horizontalidad en un mundo cada vez más vertical. El poder no se tiene sino que se ejerce, decía Michel Foucault, y es lo que hacemos cada vez que creemos, movidos por la lástima, hacer algo por alguien que colocamos por debajo de nosotros.

La pregunta ahora, siguiendo esta suerte parabólica que propone el texto, sería ¿quién es el mendigo? Y no tardaremos en responder que el mendigo somos todos, cada vez que somos presa de alguien que, en nombre de una supuesta acción altruista, pretende ejercer su poder y sacarnos de algún lugar en apariencia desventajoso. Friedrich Nietzsche decía: “Si estoy enfermo, prefiero trabar amistad con las palomas porque nunca oyen lo que yo quiero”, y es exactamente ahí, entiendo, que apunta el texto del poeta parisino. Escapar a toda costa de cualquier inclinación autocomplaciente. Es a lo que hoy en día se le puede llamar “empoderamiento”, pero claro, siempre y cuando no suceda a expensas de un otro, y las más de las veces, ese término lo vemos aplicado a “emprendedores” que tienen a sus empleados en negro o pagándoles el sueldo mínimo. Allí no hay empoderamiento, hay explotación.

Finalmente, cabe decir, aunque tal vez no sea necesario, que todo texto, en particular los filosóficos y literarios, acepta múltiples miradas, y el de Baudelaire no escapa a esta ley universal. Hay un componente interpretativo que siempre juega su papel, pero esa libertad debe seguir ciertos parámetros otorgados por la coherencia que surge de contrastar el texto con otros del mismo autor o por cierta buena intención que evite tergiversaciones y manoseos. Un ejemplo histórico paradigmático fue el caso de Nietzsche, cuando se lo quiso leer en clave nazi. Decir que Nietzsche era antisemita, o que se golpeaba el pecho con ínfulas patrióticas, sería tan descabellado como afirmar que Baudelaire odiaba a los pobres. Sin embargo, luego de su lectura, es imposible que no sintamos un gran crack, que no veamos este relato como una granada que rodó por el piso y se puso justo debajo de nuestros anquilosados valores occidentales, que ya dijo Freud, tanto malestar nos han causado. Las esquirlas de la detonación, una de ellas al menos, espero que haya sido este pequeño —no en prosa— texto irreverente.