Por Diego Paseyro
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En la lluviosa mañana del viernes 2 de abril de 1920, en el Gran Parque Central, Washington Beltrán Barbat era abatido por un proyectil proveniente del arma de José Batlle y Ordóñez, quien lo retó a duelo luego de que sacara un artículo titulado “¡Qué Toupet! El campeón del fraude acusa al Partido Nacional” el día anterior, en el que le decía de todo, menos que era lindo. A 25 pasos de distancia, ambos erraron el primero de los intentos, pero, en el segundo, luego de que el entonces presidente uruguayo volviera a cargar su arma por la boca —típica tecnología del siglo XVIII llamada “avancarga”— logró impactar el disparo en la parte superior del tórax de Beltrán, quien cayó al piso muriendo de manera casi inmediata.
Este ejemplo paradigmático de uno de los duelos más famosos de nuestro país sirve de excusa para traer la Ley de Duelo, que fue derogada el 6 de julio de 1992, y repensar aquella práctica. No para reivindicarla, necesariamente, pero sí para evaluar cómo nos ha ido desde entonces en temas referidos al honor y esta verborrágica, irresponsable e infantil tendencia a calumniar, injuriar y acusar libremente a otro, sin mayores consecuencias que, a lo sumo, un frígido apercibimiento de la justicia, llegado el caso, que siempre redunda en un gasto público inconducente, pero que poco aporta a zanjar la querella entre los involucrados.
Si bien es cierto que en nuestros días el canal predilecto que eligen políticos y personas públicas en general para referirse peyorativamente a otros es Twitter, plataforma que evidentemente no existía en los tiempos de Batlle y Beltrán, sí existía la prensa, y no era necesario demasiado para que alguien pudiese sentirse tocado en su honor ante las desafortunadas palabras de un oponente ideológico o moral. No quiero caer en el mito de que todo pasado fue mejor y hablar del nivel que supo tener nuestro país en materia de jerarcas y profesionales en general, pero cuesta no hacerlo cuando diariamente vemos este torrente estéril de amenazas, acusaciones, y agravios de todo tipo, la mayoría de ellos, sin el menor fundamento, o apelando, lisa y llanamente, a la mentira. Hoy, al no existir la ley de duelo, no se nos ahorra al resto de la población intercambios sin ningún provecho político, en el que generalmente, dos mandatarios de baja monta haciendo uso de una mal entendida “libertad de expresión” se despachan sin ningún tipo de reparos ni temor a represalias —porque ya no existen- con ladinos vituperios que no discriminan lo privado de lo público. Twitter es el “no-lugar” del que hablaba el antropólogo francés Marc Augé, donde una masa amorfa, anónima e in-individualizable se despacha de manera artera, impotente, cobarde y resentida sin poner el cuerpo y sin acarrear con las consecuencias que otrora le hubieran supuesto semejantes desatinos verbales.
Es así como el resto de la población civil debe asistir, con la prensa como cómplice carroñera de este juego mediático, a confundir tuits con noticias o hechos, suponiendo, claro está, que ambas cosas existan. Se me dirá que todo en política es un juego dialéctico y que los medios de algo tienen que hablar, pero no puede ser equiparable una ley votada en las cámaras con un derrotero epistolar onanista entre dos diputados o senadores. Bravuconeos infames con el objetivo de ganar cierta notoriedad en las redes llenan nuestra ágora virtual de incitaciones y ataques morales que no le importan a nadie más que a los involucrados, y que, sin dudas, se podrían reducir sensiblemente, si existiera la chance de que uno de los dos cobardes retadores pudiese terminar con plomo en su tórax, tendido en medio de una cancha de fútbol en una mañana lluviosa.
Los Estados modernos han ido arrinconando al individuo en nombre del bien común. Es así que, para no ser nuestro propio lobo, hemos montado una agobiante superestructura burocrática y panóptica que nos controla, vigila y sanciona. El precio de vivir en esta sociedad orwelliana en la que todos conducen por su carril a una velocidad prudente y sin alcohol en sangre, es que ciertas pulsiones vitales fundamentales no se puedan gestionar eficazmente, generando así una comarca de individuos sublimados que no pueden hacer y decir nada sin el permiso, la sanción o recompensa del papá Estado.
Conceptos como venganza, justicia por mano propia, batirse a duelo y vivir a la buena de Dios, son incompatibles con una sociedad que pretende vivir “civilizadamente”. Sin embargo, que estas potencias físicas ancestrales no puedan expresarse libremente, si bien nos ha hecho vivir más, tener más acceso a los bienes de consumo y ganar seguridad —pensemos como arquetipo de lo contrario a todo esto por ejemplo el lejano oeste— no nos ha salido gratis. Hoy, seguros, consumistas y atrincherados en nuestros tuits, padecemos de colon irritable, estamos hiperfarmacologizados y nuestro summum existencial radica en alcanzar la tan deseada jubilación, que nos otorgue, finalmente, el tiempo libre necesario para exacerbar todas estas conductas burguesas.
La Ley de Duelo era hija de otro tiempo y de otro hombre, y me pregunto qué queda de él en estos tiempos en los que si una pandemia asoma salimos despavoridos a acopiar papel higiénico. ¿Nos habremos convertido, finalmente, como temía Friedrich Nietzsche, en ese miserable y resentido que espía desde su escondrijo al aventurero y temerario héroe trágico que sin memoria ni cálculos se lanzaba a la aventura porque la vida no tenía sentido si no era llevándola hacia esos abismos que nos ven cuando los vemos?
Dejemos por un instante nuestro inflacionario y digitalizado siglo XXI y vayámonos un par de siglos atrás, a aquellos tiempos de rostros curtidos, hijos faltantes, tiempo inclemente, inviernos recios y balas perdidas. Hagamos el intento de pensar la libertad y la soberanía sin —o con escasa— legislación y juguemos a entender lo que valía una cabeza de ganado y el poder que otorgaba contar con pericia a la hora de disparar una Colt calibre 45. Pensemos en esas vidas rotas, ultrajadas, partidas y distantes, cuya moneda corriente era matar o morir y forjarse un destino a fuerza de arrojo; determinación y ausencia total de tiempo para el remordimiento o el perdón. Pensemos en las noches más oscuras y los peores crímenes sin salvoconducto alguno más que —en el mejor de los casos— la suerte. Pensemos en kilómetros eternos de desiertos desolados y cuánto valía un vaso de agua bebible. Pensemos en aquel whisky y en todas las canciones que vinieron a musicalizar un momento y un lugar de los Estados Unidos del norte con aquellos acordes lacrimógenos y cansinos que lograron sintetizar, tal vez como nadie, la comedia y la tragedia humana de la manera más descarnada. Allí no había lugar para el futuro ni se regalaban sonrisas. El otro era siempre una amenaza y por las noches nadie golpeaba una puerta. Un caballo podía valer más que un hombre y una fiebre podía matar, especialmente la del oro.
Tierra de audaces (Henry King, 1939), El forastero (William Wyler, 1940), Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh, 1941), Pasión de los fuertes (John Ford, 1946), Río Rojo (Howard Hawks, 1948), El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966), Appaloosa (Ed Harris, 2008), Temple de acero (Joel Coen y Ethan Coen, 2010) son solo algunos ejemplos de westerns de antología que nos sirven de ejemplos cinematográficos para entender cómo hubo un tiempo en el que sin aparatos represores, sin contratos ni contralores, tuvimos que apañárnoslas para hacernos cargo y vivir sin amparo de ningún tipo, y sobre todo, a hacernos responsables de nuestras acciones y decires. Uno donde morir, era tan solo un daño colateral por vivir dignamente, en un mundo que no aseguraba nada, excepto una soga atada a la rama de un árbol.
Por Diego Paseyro
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