La llegada de abril trae consigo otro equinoccio de otoño en el hemisferio sur, y este hecho astronómico no solo representa un cambio en las condiciones meteorológicas del planeta. También, debido a que hay un animal erguido en dos patas desde hace 20 mil años, que se pasea a sus anchas y ha sido capaz de generar cultura, se celebra que un judío entró a Jerusalén hace casi dos milenios, fue traicionado, cenó por última vez, se lo crucificó y, al domingo siguiente, a aquella triunfal entrada, resucitó. En el medio, tuvo lugar el nacimiento de la institución más inmoral de Occidente: la Iglesia católica. En nuestro secularizado país al oriente del río Uruguay, desde hace décadas que a esta semana se la conoce como Criolla o de Turismo, pero, como nuestra laicidad consiste justamente en la coexistencia pacífica de todos los credos y religiones, es que se pueden observar aún la presencia de templos, fieles y celebraciones. Sin embargo, cuando el costado espiritual, cuando la vida interior de cada uno, cuando el derecho inalienable a narrar la historia como uno cree, conforme a sus ensueños y caprichos, pretende cruzarse en medio del camino del Estado y las necesidades y derechos civiles, es que se debe salir al cruce con total severidad y plantar bandera. De allá para acá, el Estado. De acá para allá, la metafísica, diría John Rawls.
Desde el siglo XVIII, superadas las viejas y en apariencia irreconciliables tensiones entre el racionalismo y el empirismo, sabemos, gracias a Kant, que el conocimiento no es la abstracción de una forma que existe en la realidad, sino el encuentro de las categorías a priori del pensamiento con la experiencia de las intuiciones sensibles. De allí su famosa afirmación: “Los pensamientos sin contenidos son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas”. La metafísica consistiría en el abuso del pensamiento sin experiencia alguna. Es decir, pensamientos vacíos, peticiones de principio, conclusiones ociosas, que pretenden decirnos cómo es el mundo, sin respaldo empírico. Todos somos libres de tomar un camino metafísico en la vida, pero de lo que no somos aptos, o al menos no deberíamos, es de, a partir de nuestras conclusiones sin asidero ni respaldo de ningún tipo, pretender conducir la vida moral de una república. Allí, justamente, el límite, el corte epistemológico de nuestras veleidades, arraigos, preferencias, dogmas y tradiciones, debe estar dado por el dato, el hecho, la prueba, la historia, en fin, la ciencia. Sin dudas que esta última es falible y muchas veces amaga con erigirse en una especie de nueva religión en tiempos de crisis espiritual, pero su peor versión no puede ser un argumento para desestimar todos sus logros a lo largo de la historia.
Solamente haciendo usufructo de un pensamiento científico y racional, es que, aun discrepando, podemos ponernos de acuerdo en los acuerdos, podemos trazar un marco dentro del que debatir, discrepar y coincidir, y construir criterios comunes. Pretender generar acuerdos desde visiones metafísicas es metodológicamente imposible, porque ninguna postura metafísica está pensada, siguiendo el pensamiento de Karl Popper, para ser falsada. No hay manera de que frente a una teoría sin referencia alguna al mundo empírico, encuentre un argumento que la ponga en jaque. ¿Cómo construir una república desde allí sin caer en atropellos a la razón, sin cometer injusticias, sin ser autoritarios? Esa fue la historia de la humanidad hasta la Revolución francesa. En pleno siglo XXI, no pocos son los desafíos políticos, humanitarios, ecológicos, económicos y tecnológicos que se avizoran, pero hablaría muy mal de nosotros como especie, si le agregáramos aquellos que ya fueron zanjados por la historia. Si hay creyentes, medievalistas, monárquicos, fascistas o conservadores en el más amplio sentido del término, deberán guardar sus inclinaciones para sus ámbitos privados, del mismo modo que uno, por una cuestión de deferencia y cordialidad, es prudente a la hora de decir a quién vota, cuando se encuentra rodeado de opositores a sus creencias. Hay lugares y momentos para hacer alarde de nuestros prejuicios, pero ellos no son ni el Estado ni el ágora ni los medios. Por supuesto que se me dirá que existe la libertad de expresión, pero ya sabemos, también siguiendo al filósofo austríaco, que no debemos tolerar lo intolerable y, a la luz de la historia, hacer público cualquier mensaje que pretenda moralizar, adoctrinar y dirigir la vida civil de una sociedad, basándose en dogmas anticientíficos, debe ser tan repudiable como que un nazi salga a hablar de supremacía racial.
El reciente cruce mediático entre un senador y un expolítico del mismo partido debe servirnos para entender cómo esta disputa entre razón y fe sigue pujando, y cómo solo la primera debería tomar partido en cuestiones parlamentarias. El aborto, la eutanasia o cualquier cuestión que repercuta en la salud y dignidad de una persona, no debe ser abordada desde un lugar metafísico y, por ende, irrefutable y opaco, sino por una razón que, teniendo como referencia la experiencia, la historia y la estadística, nos habla de cómo una ley repercutirá en una sociedad. No podemos gobernar siguiendo mandatos morales, sino exigencias reales de casos concretos que piden ser atendidos y cuidados. Penalizar el aborto es desandar un camino de siglos, ir en buscar del oscurantismo de otrora y darle la espalda a siglos de logros, luchas y hallazgos de la razón humana.
Una de las falacias que se escuchan o leen sobre el tema del aborto, particularmente, consiste en repetir el mantra “salvemos las dos vidas”. Es curioso que se insista en ese concepto (como si la ley en defensa de la salud sexual y reproductiva no lo hiciese), cuando a lo largo de la historia ha quedado tras las espaldas de la Iglesia católica ríos de sangre. Salvemos las dos vidas parece un imperativo que llega con un retraso de siglos, luego de que esta institución, que se emperra en ir a contramano de las constituciones, se cargara no solo “las dos”, sino todas las vidas que se arrogó el derecho de tomar, cada vez que sus ansias de poder, o el temor a perderlo se lo indicaban. Giordano Bruno, Juana de Arco, el protestante inglés William Tyndale o el teólogo checo Jan Hus, entre tantos otros, hubiesen querido que se salvaran “las dos vidas” cuando decidieron, respectivamente, mostrar que no somos el centro del universo, vestirse de hombre, traducir la Biblia al hebreo y denunciar la corrupción moral de la Iglesia. ¿Y qué decir de los siete siglos de Inquisición, donde se persiguió con especial saña a los señalados como herejes o blasfemos? ¿Y sobre la persecución de brujas que, entre los siglos XVI y XVIII, se cobró a cien mil vidas? ¿Y las campañas militares orquestadas por el Vaticano, conocidas como las cruzadas, entre los siglos XI y XIII, que se cargaron a miles de musulmanes? ¿Se pensó en “salvar a las dos vidas” cuando se evangelizó América? Y, finalmente, ¿qué decir de los abusos a menores, de la pedofilia, de las violaciones, de las complicidades de exterminios en el genocidio de Ruanda, en el Holocausto nazi, en el Chile de Pinochet, en la España de Franco o en la Argentina de Videla? ¿De qué dos vidas hablamos?
Cada uno siente lo que quiere o lo que puede, y esta semana, más allá de lo incompresible y arbitrario que tiene creer que alguna vez un judío fue enviado a morir por nosotros y a resucitar para convertirse junto a su padre y el Espíritu Santo en uno y tres a la vez, y que ahora debamos cargar con la culpa de esa cruz cada vez que nos sentimos felices o reímos muy fuerte, y que tres siglos después de ese supuesto milagro se llevara a cabo el concilio de Nicea y se resolviera en una mesa redonda, entre otros asuntos, que la Pascua se celebrará un domingo y que nunca coincidirá con la judía. Pero la vida republicana, justamente, para ahorrarnos los dolores de cabeza de otrora, para no repetir los pasos de una humanidad enceguecida por los caprichos de la fe, es que permite que cada uno, en la intimidad de sus conciencias, festeje y afirme lo que le parezca, siempre y cuando, una vez terminado el hechizo que representa creer en lo improbable, se siga tomando como faro guía de una nación, a su constitución y la división de sus tres poderes.