Por Agustina Lombardi
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Cuando Nicole entra a la sala donde practica ballet tres veces por semana, se posiciona en su lugar: una de las puntas de la barra que utilizan las bailarinas para sostenerse, que está frente a un espejo. Allí se refleja un rostro concentrado, un cuello que se estira de lado a lado, unos tobillos que suben y bajan. Calienta su cuerpo para no lastimarse. Mientras, sus compañeras llegan. Mujeres de un “grupo de cuerpos diversos”, diría Nicole, que conversan, se ríen. Ella sigue en lo suyo. Su respeto al ballet también se ve sobre la mesa, a la hora de almorzar, cuando pide tortilla de papas con ensalada y agua sin gas. Nada de bulimia y anorexia, esos trastornos que se dice que son comunes en el ballet. Nada que pueda dañar su cuerpo, ni el de los animales. Por eso, es vegetariana.
—No puedo vivir con los signos de interrogación en mi vida. Mirá si no me dedico al ballet, llego a los treinta y pienso qué habría sido de mí si lo hubiera hecho. No creo en imponerme la infelicidad. La racionalidad, a veces, es eso.
La racionalidad de la que habla Nicole Viera llevaría a que uno se sorprendiera al escuchar que es ciega, que es bailarina y que, con sus veinte años, ya pisó el escenario del Auditorio Nelly Goitiño. Fue en abril, en el Festival Sin Límites en la interpretación de El Hilo Rojo.
Para ella, bailar allí significó cumplir un sueño. No por eso una casualidad. Bailar allí fue el desenlace de una vida de ímpetu, en la que Nicole siempre intentó demostrar que ella sí podía.
El primer obstáculo vendría desde la cuna. Era 2001 en el CTI de algún hospital de Argentina: “A la nena se le dio por nacer antes”, diría Nicole. De treinta semanas y un kilo cuatrocientos. Un infortunio para sus padres, que estaban allí esperanzados por la -falsa- promesa de un mejor futuro. Padres que llegaron a vender torta fritas en el ómnibus para alimentar a la familia. Padres que se encontraron un mes dentro de un sanatorio mientras que su primera hija se estabilizaba. “Engordaba con ritmo y evolucionaba bien”, recuerda Inés, la madre de Nicole. Su hija era una niña muy estimulada. Primera nieta, primera sobrina, primera bebé en una familia que le enseñó a caminar sobre una mesa mientras todos la festejaban a su alrededor. “Podría haber salido mañosa, pero no”, piensa Inés.
No se percató de la ceguera de su hija hasta que, alrededor de un año después, en el Hospital Maciel observaron que algo andaba mal con la vista. Primero, pensaron que eran cataratas. Luego, le diagnosticaron retinopatía congénita, una posible consecuencia de su prematurez.
Inés explica que ese diagnóstico no la tumbó en ningún momento y que siempre intentó ser objetiva: trata a su hija como si viera. Las preocupaciones -cruzar la calle, estar atenta a los sonidos, circular sola por la ciudad- vienen con el tiempo, dice. Eso quizá explique por qué su hija construyó su vida como cualquier otra persona, como si no fuera ciega.
—Mamá siempre me apoyó en mis empresas.
Así, sin prejuicios, nada frenaría a una niña curiosa con muchas ganas de aprender. Además de ir a la escuela, iba a la Escuela para Ciegos y a la Escuela de Música de Primaria. Las tres a la vez. En esa época “de niñe”, diría Nicole, conoció el ballet por primera vez, cuando su madre le describió una versión de La Bella Durmiente: “Me gustó esa cosa de que contaban un cuento”. Y conoció el braille, la música, la lectura, bailar folklore.
El bullying fue otro que se interpuso en su camino. Llegó al liceo con los nuevos compañeros que no habían crecido con la discapacidad en el aula, que se encontraron con una niña ciega de doce años que pasaba con excelentes notas. Mientras ella leía Harry Potter y conocía grupos de lectores a través de Wattpad, sus compañeros comenzaban a invitarse a salir entre sí.
Inés también lo recuerda: “Una vez me agarró y me preguntó: Mamá, ¿soy linda? Si no fuera tu hija, ¿dirías que soy linda?”.
Nicole conceptualiza la belleza -su belleza- en relación con cómo las personas suelen tratarla, como una discapacitada. “Da igual que tenga una cara hegemónica (entre comillas, porque no creo que exista), porque tengo un bastón, y eso resta puntaje en la escala de linditud”. Es flaquita -así le dice su madre-, tiene una melenita oscura, tez muy blanca y ojos celestes. La sonrisa es casi el estado natural de su rostro. Una vez en un ómnibus, una señora le dijo que era muy linda, pero una lástima que no hubiese solución para su problema. “Algún día voy a escribir un monólogo teatral sobre las cosas que me dice la gente en la calle”, lo recuerda a carcajadas.
Aunque esos comentarios hieran el autoestima, aunque simbolicen cómo se ve a la persona con discapacidad, nada de eso frenaría a que Nicole experimente el amor. El primero fue a los trece años con un argentino. “El chico de Facebook”, diría su madre. Su relación amorosa fue a distancia hasta que, terminado el liceo, tomó sus ahorros y se fue para allí con la idea de vivir sola, estudiar ballet y conocer la -desilusionante, abusiva y tóxica- promesa de ese amor.
—Tengo mucha fe en la humanidad. —Lo dice como si fuera una niña, aún, con ilusión—. Creo que cada persona tiene algo lindo para aportar al mundo, incluso aunque no me caiga bien a mí. Entonces, tengo mucha predisposición a querer.
También a quererse a ella misma. Fue sensata y, al cabo de unas semanas, dejó al chico de Facebook, once años mayor: “Fui a su casa, le devolví sus cosas y le dije: quiero terminar contigo. Me pedí un Uber y me fui. No hubo chance a la conversación”. “Desgraciadamente tuvo que ir hasta allá y darse cuenta”, dice Inés. Ni siquiera la familia frenaría a Nicole.
Al volver a Uruguay, trabajó cantando música popular en ferias callejeras -algo que ya hacía desde antes- para continuar viviendo sola por un tiempo. Ahora prefiere el canto lírico. La decepción de una independencia idealizada no frenaría a Nicole y su búsqueda de la libertad, de sentirse autónoma.
Punto de giro
Sucede un día de noviembre de 2021, cuando recibió un mensaje que le abriría las puertas a cumplir uno de sus sueños. Era la Unión Nacional de Ciegos comentándole que el Sodre estaba en busca de alguien que pudiese asesorar la producción de una audiodescripción para las funciones de Cascanueces. Una descripción auditiva del ballet para que personas ciegas o de baja visibilidad pudiesen ir al teatro y ser independientes. Nadie más tendría que estar allí susurrando a sus oídos lo que se ve sobre el escenario. Esa propuesta fue para Nicole la paradoja de la ilusión y la desconfianza.
—Después de que pasás tanto tiempo luchando para que las cosas sucedan, no te lo terminás de creer hasta que no pasa. De hecho, no me lo terminé de creer hasta que me senté en mi butaca a ver Cascanueces.
No era su primer contacto con el baile. Nicole había logrado comenzar ballet en 2019, cuando la Academia Ballet Pirouette aceptó tomarla, la única tras un año y medio de tocar puertas y mandar mensajes sin respuestas: “Un año y medio para encontrar a un docente que quisiera enseñarme ballet de forma profesional, por ser ciega”. Un año y medio frustrante y agotador que le hizo cuestionarse si realmente quería ser bailarina, pero que le llevó a encontrar Minetti Studio, donde toma clases grupales, y a Carla Latorre, su profesora particular.
—Nunca eché de menos la vista. Las personas que te rodean te lo hacen ver como una falta. Si yo viese, hubiera sido tan fácil como ir a la academia que se me cantara y listo.
Tampoco era la primera vez que iba al Sodre. En noviembre de 2018, dos amigos del liceo la invitaron a ver El Quijote del Plata: “Fue el primer ballet que alguien me describió además de mi madre, el primer ballet que fui a ver al Sodre y, además, una de las primeras salidas con amigos”.
Quizás, una noche en la que no importó ser ciega para sentirse una adolescente más.
Eso fue suficiente para terminar de concretar la idea de ser bailarina. Después vino la búsqueda de las clases, el asesoramiento para las audiodescripciones, hasta que María Noel Ricceto, Valentina García, curadora del Festival Sin Límites, y el equipo que conoció allí, le incentivaron a audicionar para El Hilo Rojo. “Para que te hagas una idea, fui al baño y confundí el inodoro con el bidé. Sí, estaba muy nerviosa”. Fueron dos funciones en las que no sabe qué pasó más allá de una “especie de trance”. Sí sabe que sonrió mucho, es algo que varios le comentaron.
—Me cuesta verme como bailarina. No sé si me va a dejar de costar, tiene un poco que ver con mi autoexigencia, con mis inseguridades.
Por Agustina Lombardi
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