La palabra en alemán Zeitgeist, compuesta por Zeit ‘tiempo’ y geist ‘espíritu’, desarrolla un concepto utilizado para definir al sentir de una época en términos culturales, políticos o religiosos. Y el espíritu de 1930, al menos en el Río de la Plata, podía definirse —como en todas las épocas— a través de lo que pasaba dentro de una cancha de fútbol. Por lo pronto, era en esta región donde se jugaba el mejor fútbol del mundo y el deporte que había llegado con los ingleses ya marcaba muchas cosas a nivel cultural, social y estaba encaminado a convertirse casi en una religión.
Uruguay y Argentina eran dos selecciones que ya mostraban una gran rivalidad en la cancha ya que, entre 1916 y 1929 —por campeonatos sudamericanos y la final olímpica de 1928 en Ámsterdam, Holanda—, se habían enfrentado doce veces. ¿El saldo? Seis triunfos uruguayos, tres argentinos y tres empates. En Uruguay, por haber sido el campeón olímpico en 1924 y 1928 y por estar celebrando el centenario de la jura de su primera Constitución, se iba a disputar en julio de 1930 el primer Campeonato Mundial de Fútbol organizado por la FIFA.
Símbolo de una época del mundo, del fútbol y del país que lo organizaba, aquella edición inaugural del que hoy es el evento deportivo más importante dejó muchos detalles curiosos, si se mira con ojos de esta época: cuatro selecciones llegaron al puerto de Montevideo en el mismo barco, el afiche oficial tiene fechas diferentes de comienzo y final de las que terminaron siendo, el estadio principal estaba en obras para el comienzo del torneo y un futbolista manco hizo un gol en la final. Además, fue el único Mundial de la historia en jugarse enteramente en una sola ciudad.
Montevideo, qué lindo te veo
El torneo era un acontecimiento relevante para la comunidad internacional interesada en el fútbol y, en la ciudad anfitriona, significó una enorme expectativa, con preparativos desde un año antes. Solo se consideró como sede a Montevideo y a un único escenario —el Estadio Centenario, con capacidad para 90 mil espectadores— que, por cuestiones climáticas y de retrasos en la obra, no estaba pronto para el inicio del Mundial. Fue así como se recurrió a otros dos estadios: el Gran Parque Central y el Estadio Pocitos, hogares de Nacional y Peñarol respectivamente.
Volviendo al Zeitgeist y entendiéndolo como el fiel reflejo de una identidad en transición, podríamos estar refiriéndonos a nuestra capital en ese mundo de 1930, marcado por la crisis de 1929 y el final de “los años locos”, que en Uruguay eran años de intensa inmigración. La transformación demográfica cambiaba gradualmente el pensamiento de una sociedad que crecía acompañada por un fuerte desarrollo urbano. En el año del Mundial, Montevideo contaba con una población de poco más de 650.000 habitantes, el 35 % del total del país.
La mirada de los propios montevideanos hacia aquella ciudad sencilla, en la que los descendientes de los inmigrantes españoles e italianos forjaban el desarrollo bajo el fuerte sentido de justicia social dado por las políticas de José Batlle y Ordóñez, era de orgullo. “Montevideo, qué lindo te veo, rinconcito de belleza”, decía una canción popular, compuesta por el italiano Salvatore Granata en los años 20 a aquella ciudad de cachilas y tranvías de trolley que sustituían a los de caballito, de tránsito intenso al que sus peatones todavía no parecían demasiado acostumbrados.
Por esos años se erigían algunos de los íconos monumentales montevideanos como el Palacio Legislativo (1925), el Palacio Salvo (1928) —hasta mediados de los años 30 la edificación más alta de América del Sur— y aquella construcción que el pueblo uruguayo esperaba adoptar como escenario de su mayor pasión: el imponente Estadio Centenario, construido en un tiempo récord de nueve meses e inaugurado el 18 de julio de 1930.
La época del Mago
Y en ese sentir de la época, con el tango como máxima expresión de la música popular, estaba Carlos Gardel. Indiscutiblemente la rockstar de esos tiempos, era ídolo en los dos márgenes del Río de la Plata y se encontraba en Montevideo desde el 1 de julio de 1930 para realizar una serie de presentaciones en el Teatro Artigas, en Colonia y Andes, zona que era conocida como “Nuestra pequeña [calle] Corrientes” por ser un punto de referencia de la vida nocturna de la ciudad.
El rey del tango había entrado al estudio de grabación treinta veces entre junio de 1929 y junio de 1930. En pleno éxito, su gira montevideana iba a coincidir con la disputa de un Mundial en el que, justamente, las dos selecciones que le dividían el corazón eran las dos máximas favoritas al título. La rivalidad entre los planteles de Uruguay y Argentina no solo era deportiva, sino que se trasladaba a lo que pasaba fuera de las canchas. Y allí también tenía algo que ver el cantor conocido como el Zorzal Criollo y su afán de fomentar la hermandad entre los dos representativos. Luego de la final de los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928, donde Uruguay derrotó a Argentina por 2 a 1 y ganó la medalla de oro, Gardel invitó a ambos planteles a París para que presenciaran juntos un concierto suyo. Pero, pese a las buenas intenciones del artista —que ya había cantado para ambas delegaciones en la previa—, el encuentro no funcionó de la mejor forma. En pleno concierto, mientras el argentino Raimundo Orsi se encontraba sobre el escenario improvisando junto a Gardel, el uruguayo José Leandro Andrade intentó agredirlo y recibió como respuesta un violinazo en la cabeza. Los futbolistas de los dos planteles protagonizaron una gresca generalizada que hizo que se terminara suspendiendo la actuación.
Por eso, al volver a cantar para sus amigos futbolistas en el Mundial de 1930, Carlos Gardel tomó la precaución de hacerlo solamente por separado. Antes del comienzo del torneo visitó a los dos planteles y les cantó, de esta forma quedó bien con los dos bandos. Para aquel hombre de sonrisa contagiosa que cantaba por placer, deleitar a los amigos era un motivo de felicidad. En la fría tardecita del martes 8 de julio, la estampa del Mago se hizo presente en la concentración uruguaya en El Prado, hoy propiedad del Club Atlético River Plate. Lo esperaban a las seis de la tarde, pero por un error del chofer llegó a las seis y media. Algunos jugadores, según recogieron las crónicas de la época, lamentaron el hecho de que les iba a quedar poco tiempo para escucharlo, porque la cena estaba fijada para las siete. Igual, Gardel pudo compartir la mesa con ellos y tras contar algunos chistes “verdes”, los deleitó con algunos tangos como Isla de Flores y La uruguayita Lucía. Cuentan que el jugador Peregrín Anselmo exclamó que “Carlitos” era campeón del mundo sin jugar.
Después de los postres y la sobremesa, charló de caballos de carrera con Perucho Petrone y volvió a cantar los bises solicitados por su público. Como dice la placa homenaje a esa visita de Gardel colocada en la casona por el club River Plate, “su voz todavía resuena” en el lugar en el que visitó a los futuros campeones del mundo. Antes de despedirse, abrazando y deseando suerte a “los olímpicos”, el capitán José Nasazzi le preguntó cómo veía el campeonato que se venía. Diplomático, Gardel respondió que la cosa quedaba sin dudas en el Río de la Plata: “Los argentinos vienen bien. A los uruguayos ya los conocemos. Cuando no ganan, empatan. Y si pierden, la diferencia es de media cabeza”. Estas declaraciones fueron publicadas por El Diario del 9 de julio y fueron tomadas del otro lado del río como demasiado equilibradas.
Al día siguiente, visitaría a los argentinos en su concentración del hotel Biltmore, en la Barra de Santa Lucía. Quería ofrecer un recital a aquellos muchachos que estaban lejos de sus casas, considerando que también tenía amistad con ellos. En el salón comedor del hotel, decorado con banderas argentinas, entonó tangos como Corrientes o Buenos Aires y también contó chistes en lo que fue otra animada velada. Mientras sus guitarristas se animaron a pronosticar lo que iba a pasar en una eventual final entre uruguayos y argentinos, Gardel fue diplomático: “El fútbol es más difícil de acertar que las carreras y ya sabemos que en el hipódromo no acierta nadie". Agregó que, si Uruguay y Argentina llegaban a la final, iba a haber que tirar una moneda para ver quién ganaba.
Cuando el jugador Fernando Paternoster le preguntó en nombre del plantel si iría a ver esa eventual final, Gardel respondió que no. Que había querido cantarles unos tangos y nada más, pero que no quería que hubiera ganadores. Ya antes de la final de los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928, les había anunciado a los jugadores de ambos equipos que no concurriría al estadio holandés porque quería demasiado a las dos camisetas. Para él, los dos equipos eran buenos y jugaban un fútbol maravilloso y artístico.
Tras cantar para los dos equipos que le dividían el corazón y que a la postre serían los finalistas, Gardel cantó por última vez en el Mundial. El 19 de julio, después del partido en el que Argentina le ganó a México por 6 a 3 y el arquero mexicano Oscar Bonfiglio —que había recibido el primer gol de la historia de los Mundiales— le atajó un penal a Fernando Paternoster, bajó al vestuario mexicano a felicitarlo por haberle detenido la pena máxima a un hombre casi infalible. Ante el ofrecimiento de Gardel de que le pidiera lo que quisiera, Bonfiglio le pidió que le cantara una canción, que fue El día que me quieras. Hasta el Mundial de 1970, justamente en México, ningún otro arquero atajó un penal en un Mundial.
La final que el Mago no quiso ver
Idolatrado en ambos países al mismo nivel que los futbolistas, Gardel manifestó que no estaría en el flamante Estadio Centenario el 30 de julio para presenciar la gran final. Su amor por ambas banderas era demasiado grande, y no quería ni desatar ni presenciar incidentes entre los aficionados o los jugadores de los dos países.
Afuera, el clima previo fue tenso. Había corrido el rumor de que los argentinos llevarían una segunda camiseta debajo de la albiceleste con la inscripción “Argentina Campeón Mundial”. La prensa de los dos países se disparaba acusaciones mutuas: desde Uruguay, se acusaba a los argentinos de fanfarrones y poco valientes, desde Argentina se decía que los uruguayos eran unos matones. Los quince mil argentinos que pudieron entrar al estadio —de los treinta mil que desembarcaron en Montevideo— habían llegado nerviosos y abrumados luego de una travesía nocturna en barco, tras la que fueron cacheados por aduaneros y policías. Entre tanto nerviosismo, el árbitro de la final —el belga John Langenus— pidió garantías excepcionales a la policía, ya que había escuchado que el Gobierno uruguayo le había negado a su par argentino la cantidad de barcos solicitados y temía no poder irse de Uruguay tras la final.
Con esos preparativos, no es de extrañar que el público uruguayo —en su enorme mayoría masculino, de traje y sombreros de fieltro— del Centenario recibiera al equipo argentino al grito de “¡Hi-jos nuestros! ¡hi-jos nuestros!” ni bien lo vio pisar el césped. En las que eran claramente otras épocas y otro fútbol, en el que los futbolistas entrenaban dando vueltas alrededor de la cancha, otro punto de conflicto fue la elección de la pelota con la que se disputaría la final. Cada equipo quería jugar la final con su propia pelota, por lo que Langenus ingresó al campo de juego con la pelota uruguaya y la argentina, una debajo de cada brazo. La moneda al aire determinó que el primer tiempo se jugaría con la pelota argentina y el segundo con la uruguaya.
Uruguay abrió el marcador con gol de Pablo Dorado a los 12 minutos, pero Argentina lo dio vuelta con goles de Peucelle en el minuto 20 y Stábile en el 37. El equipo local se repuso y convirtió tres goles: Cea a poco de iniciado el segundo tiempo, Iriarte a los 68 y el Manco Castro a los 89. El equipo celeste se convertía así en el ganador del primer Campeonato Mundial de la historia y —de acuerdo a lo que se entendía en la época y la FIFA avalaría luego— en campeón del mundo por tercera vez, tras sus victorias olímpicas en 1924 y 1928. El árbitro Langenus, respaldado por una delegación de dirigentes europeos, fue escoltado al puerto y embarcó en un transatlántico rumbo a Europa. En Buenos Aires, la policía disparó contra una manifestación que intentó asaltar la embajada uruguaya. Estos incidentes provocaron la ruptura de las relaciones entre las federaciones futbolísticas de ambos países y estuvieron cerca de romper también las diplomáticas.
El 30 de julio de 1930 es recordado como uno de los días más tristes o más felices de la historia futbolística, solo depende del lado del Río de la Plata del que se cuente. En Uruguay, el torneo terminó con un derroche de alegría y festivo nacional declarado por el Gobierno luego del triunfo que Carlos Gardel no se atrevió a presenciar. El ídolo de multitudes prefirió escuchar la final por radio en el apartamento de un amigo y permaneció en Montevideo hasta los primeros días de agosto, tras finalizar su gira artística.
El espíritu de una nueva época y el fin de una era
En los últimos meses de 1930, Gardel fue reprobado por su ambivalente posición en referencia a aquel enfrentamiento deportivo de pasiones opuestas y sentimientos encontrados. Al mismo tiempo, realizó una serie de grabaciones —“Los cortos de 1930”— consideradas como el nacimiento del videoclip musical. El cine sonoro era su ideal artístico y significó una proyección aún más masiva e internacional, pronto iniciaría una nueva fase como estrella de cine y apuntaba al incipiente Hollywood. En diciembre del año del Mundial, cumplió cuarenta años en alta mar, viajando a Europa. Quedarían como balance de una carrera sin igual más de 900 grabaciones de tango y otros estilos musicales, una enorme cantidad de discos y entradas de cine vendidas y fama mundial.
Por su parte, los años siguientes verían cómo una era llegaba a su final. El 27 de enero de 1935, aquellos hombres que habían dirimido una final olímpica y una del mundo jugaron en Lima, Perú, el último partido del Campeonato Sudamericano. Uruguay ganó 3-0 cerrando el histórico y ganador ciclo de los capitaneados por José Nasazzi. El 24 de junio de 1935, a la edad de 44 años, en el asfalto del aeropuerto de Medellín, Colombia, se apagó la voz del máximo exponente del tango. Nadie supo jamás si Carlos Gardel, que se volvió inmortal, sintió felicidad o tristeza ante el triunfo de uno y el fracaso de otro en la tarde de aquel miércoles 30 de julio de 1930.