Por Diego Paseyro
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A veces trato, siguiendo a Jorge Valdano, el autor de la frase, de convencerme de que “el fútbol es la cosa más importante dentro de las menos importantes”. Pero la mayoría de esas veces fracaso. No porque no esté de acuerdo, no porque no pueda entender lo absurdo que representa perder la compostura por la suerte de una pelota disputada por 22 jugadores, y muchas veces hacer depender mi felicidad en ello. No por todo eso, sino porque, a veces, el fútbol cruza los límites del propio fútbol.
Abandona su marco lúdico y recreativo y decide inmiscuirse en dimensiones éticas, políticas, estéticas y lingüísticas. Hacer un recuento histórico de esto superaría ampliamente las pretensiones de esta nota, pero cuando se trata de buscar un representante, de un vocero, o un capitán, un número diez, tras el que recopilar episodios en los que la historia del fútbol no solo no se disoció de la de otros temas más relevantes, sino que se confundió formidablemente con ellos, solo un nombre irrumpe en mi memoria: Diego Armando Maradona.
Porque ¿quién, si no el Pelusa, es mejor custodio de dicha frontera? Fue el primero que denunció el poder de la FIFA, cuando en México 1986 se quejó de la grilla de horarios, de la famosa “telecracia”. En aquel Mundial, los principales partidos se jugaban al mediodía, cuando el sol mexicano quemaba más, todo para satisfacer al prime time de la televisión europea.
“La vendetta se cumplió, la venganza estaba escrita y al fin llegó. Yo le llamo el doping de Antonio Matarrase [por entonces presidente de la Federación Italiana]. El laboratorio donde se hicieron los análisis está bajo sospecha y no precisamente por mi caso. Ese doping era la venganza, la vendetta contra mí, porque la Argentina había eliminado a Italia y ellos habían perdido muchos millones” (Yo soy El Diego, 2000).
Esto declaraba el astro argentino luego de disputar su último partido con el Nápoles, el 24 de marzo de 1991, en Génova, contra el Sampdoria, donde los locatarios ganaron 4 a 1. Sin embargo, su suerte estaba echada desde la semana previa, tras vencer de locatarios al Bari 1 a 0, partido tras el cual se le realizó la prueba de antidoping.
“Después de aquel partido en Nápoles, Matarrese, que era presidente de la Federcalcio y nació en Bari, no me miró con bronca ni con amargura, me miró como miran los mafiosos… y yo pensé, en ese mismo momento: ‘Qué difícil va a ser seguir viviendo acá’”.
Un cuarto de siglo después, en medio del Mundial de Brasil, a Maradona le vetaron la credencial de periodista tras sus constantes críticas a la FIFA en el programa De zurda, en el que era comentarista. “El de la FIFA es un poder feo. Si ganan 4.000 millones de dólares, y el campeón se lleva 35 millones, hay una diferencia que no se puede creer. Y esto lo tiene que saber la gente. La multinacional se está comiendo la pelota”, afirmaba en ese entonces.
Un año más tarde estallaba el escándalo del Fifagate, y muchas de las acusaciones previas de Maradona cobraban sentido propio. En medio de lo mediático del caso, Maradona salió en redes sociales con una remera que mostraba los rostros de Joseph Blatter y Michel Platini combinados, junto a la frase: “Dos ladrones”. La leyenda de la imagen los acusaba directamente: “Esto es lo que les dije en la cara hace 25 años”.
La historia de Maradona no siendo funcional a la maquinaria que tracciona en dirección al poder, y que utiliza a los jugadores como su mercancía, tiene otro hito. En 1995, luego de su polémica expulsión del Mundial de Estados Unidos, nuevamente por una prueba de antidoping posiblemente orquestada, intentó sindicalizar a los jugadores gracias a la creación de la Asociación Internacional de Futbolistas Profesionales (AIFP), organización que contó con él como presidente y con Éric Cantona como vicepresidente, entre otras estrellas destacadas.
“Tenemos que luchar por un gremio fuerte, porque la gente no va a la cancha por los dirigentes”—, resaltaba el Diez en aquellos años—,“todos saben lo mismo que sé yo, pero pocos se atreven a poner la cara contra Blatter, Havelange y Grondona”.
Treinta años después del último Mundial del mejor jugador de todos los tiempos, tuvo lugar, también en Estados Unidos, otra polémica competición, en este caso la Copa América.
Luego de la eliminación de Uruguay, y de los ya conocidos incidentes al finalizar el partido de semis contra Colombia, tuvo lugar, previo al partido por el tercer y cuarto puesto contra Canadá —que, a la postre, ganaría la Celeste— , una conferencia de prensa del DT del seleccionado uruguayo, Marcelo Alberto Bielsa, y que sin dudas quedará para la posteridad. Uno pudo darse cuenta de que estaba siendo testigo de algo inusual en tiempo real.
Conforme el rosarino hablaba, ya se sabía que no se estaba asistiendo a una conferencia de prensa más, en la que se hacía un balance de la actuación dentro de la cancha de la selección charrúa, sino que, otra vez, los límites entre lo futbolístico y otras dimensiones de la realidad se comenzaban a tornar difusos.
Porque los episodios pos partido, sin dudas indeseables por todos, llevó a que el otrora DT del combinado albiceleste, contra lo que él mismo hubiese querido, comenzara a deslizar conceptos y, por qué no, verdades, acerca de la organización de la Copa, de los intereses económicos que se juegan, de las carencias organizativas que tuvieron lugar a lo largo de toda la competición, de las amenazas recibidas cada vez que se intentaba denunciarlas, y cómo, finalmente, todo terminó en la granada que explotó en el sector de la tribuna donde estaban hinchas y familiares de los jugadores uruguayos.
Granada que, como el mismo Bielsa explicó, se pudo haber desactivado con un protocolo de prevención, y con una puerta de escape; ambos recursos inexistentes. Sin embargo, lo que por obvias razones tomó rápidamente protagonismo fue, primero que nada, los episodios que involucraron a jugadores de la selección en la tribuna, a veces intentando separar, otras intercambiando golpes con hinchas colombianos, y, en segundo lugar, las posibles sanciones que esos episodios podían acarrear para algunos miembros del plantel.
Y es en ese momento que la conferencia adquiere ribetes por demás interesantes, porque, sin dudas, los periodistas que inquirieron sobre este asunto puede que estuvieran de acuerdo con todo lo que expresó Bielsa, e incluso entendieran la reacción de los jugadores como proporcional a lo que estaba sucediendo en la tribuna. Es más, como uruguayos, hasta habría razones sobradas para que nadie desee que tengan lugar ningún tipo de sanciones.
“Las preguntas también actúan de manera cómplice. Todo esto lo tienen que decir ustedes, no lo tengo que decir yo. Cuando usted ve que hay un acto desproporcionado y violento, lo primero que hay que ver es a qué responde la reacción y si hubiera existido la posibilidad de reaccionar de otro modo. Todo esto lo saben, pero lo ignoran para invitar a uno de estos infelices que estamos de este lado a que abramos la boca, así ustedes no se ven afectados”, dijo el DT durante la conferencia.
Pero Bielsa no denunció las intenciones de los periodistas ni desautorizó sus sentires, sino que visibilizó algo que pocas veces se tiene en cuenta cada vez que hay una conferencia de prensa de cualquier índole, cada vez que un medio replica una noticia, cada vez que un panel televisivo aborda un tema: la agenda y el framing en la comunicación.
La teoría de la agenda setting (establecimiento de la agenda) postula que los medios de comunicación tienen un poder significativo para influir en la percepción pública sobre la importancia de ciertos temas. Al darle más cobertura y visibilidad a determinados asuntos, los medios pueden hacer que la audiencia los considere como más relevantes y urgentes.
El framing (encuadre) se refiere a la forma en que se presenta la información para influir en su interpretación (Entman Robert, Framing: Toward a Cognitive, 1993). Entonces, explicaba Bielsa, en una clase abierta y gratuita de comunicación, que con las mejores de las intenciones se puede estar haciendo el peor de los daños, o siendo cómplices sin saberlo, al mainstream corporativo o a los intereses del poder.
El encuadre de la conferencia, entendía el DT, no debió estar en la supuesta suspensión de los jugadores, o en el miedo o no que se podría tener porque eso sucediera, sino en las causas que llevaron a que se desatara la reyerta. La noticia, en todo caso, el ojo noticioso y periodístico, si pretendía ser contrahegemónico, crítico, y no funcional al poder, debió preguntar, en todo caso, si estaba satisfecho con la organización de la Conmebol, o qué comentarios le ameritaban la falta de prevención y cuidado que tuvieron los familiares de los jugadores y, por qué no, si alguna autoridad se había puesto en contacto con alguien de la delegación para pedir disculpas por los episodios evitables que tuvieron lugar. De ese modo, se sacaba de la agenda palabras como “miedo”, “suspensión”, y el foco de la noticia cambiaba radicalmente el ángulo.
“Usted sabe perfectamente que hay porcentajes del periodismo que no agreden a determinados sectores que son responsables porque no les conviene económicamente. ¿Es verdad o mentira? Usted no lo dice por corporativismo. A mí me importa decir que le están pegando a la familia de un tipo y que hay un procedimiento para que eso no suceda. ¿Y yo tengo que contestar su pregunta? ¿Yo soy el que tiene que decir todo esto de esta manera? No sé cuáles son las proporciones, pero sé que el periodismo responde a intereses que tienen que ver con los que administran el poder y que se calla la boca según a qué parte del poder se favorece o perjudica.”
El primer caso de la historia de Occidente en el que se denunció esto fue en Atenas, cuando Sócrates, narrado por Platón, en su diálogo La Apología, debió defenderse frente a un jurado de notables que lo querían llevar a la muerte por corromper la juventud y desautorizar los dioses patrios. Una primera votación en la asamblea pública que tenía sobre sus manos el destino del filósofo ateniense salió relativamente pareja, aunque lo condenaba a beber la cicuta. Es allí que Sócrates tiene la oportunidad de tomar la palabra, arrepentirse por lo que hizo, ir al exilio y salvar su vida.
Sin embargo, Sócrates cambió el ángulo del juicio. No solo no se disculpó, sino que también afirmó que merecía un reconocimiento público, con todos los agasajos correspondientes, por sus invalorables contribuciones a la sociedad de Atenas. El resultado ya es conocido, y en una segunda y mucho menos favorable votación, se decidió por amplia mayoría que el moscardón de Atenas debía ser condenado a muerte.
La pregunta es por qué tenemos que esperar a que algo así suceda, y por qué debe ser un entrenador de fútbol quien ponga, justamente en la agenda, este tipo de cuestiones, mientras tenemos políticos que lo único que hacen es hacer uso de estas prácticas mediante tuits, fake news, acusaciones sin respaldo, y un largo etcétera de tergiversaciones con los medios, muchas veces, como cómplices.
Esto es moneda corriente. Lo vemos cuando frente a una acusación de abuso se pregunta qué hacia esa mujer vestida así a semejantes horas. Lo vemos cuando el gran ojo posa su mirada sobre los inmigrantes o culpa a los jubilados de los problemas económicos futuros. Lo vemos a cada párrafo, línea editorial o segmento radial. Lo vemos todo el tiempo. Y la sumatoria de esos recortes, ángulos e intereses, es lo que luego, al espectador incauto le dicen que es la realidad.
Pero por suerte, un loco, un moscardón rosarino, dirige a nuestra selección, y para los que no lo conocían, ya irán entendiendo el porqué de su apodo. Hay que estar bien piantado para ir contra la marea, contra la hegemonía semántica. Hay que estar bien loco para llenarse la boca de verdades, o sea, de problemas, cuando no es su rol, ni por lo que le pagan una onerosa cifra. Pero ese ha sido siempre su estilo, y este episodio no pretendió solamente dar cuenta del episodio deportivo, sino que, usándolo como excusa y como el mismo Bielsa quiso mostrar, contribuir a desnudar las lógicas ocultas que luego envisten un relato, que construyen subjetividades, que luego ejercen su ciudadanía, reproducen la agenda y eligen presidentes.
El fútbol lo ha hecho de nuevo. Como en Maracaná, como Inglaterra 66 o México 86. Como en Italia 90 o en Estados Unidos 94. Como en Brasil 2014, y ahora en esta Copa América, lo más importante se confunde con lo menos, y es imposible no pensar que el fútbol no es solo fútbol, y que nos debe interpelar y hacer pensar.
Porque además de ver en nuestro puñado de uruguayos a espartanos guerreando contra el ejército enemigo, o en nuestro DT a un Sócrates moderno, en cuya defensa no solo no pidió perdón por las acusaciones recibidas, sino que también dejó claro que sus actos merecían un reconocimiento público, tenemos que llevar agua para los molinos que “realmente” importan, y éstos, lamentable (o afortunadamente), están lejos de una cancha de fútbol.
Por Diego Paseyro
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