Por Gerardo Carrasco
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—Os
voy a contar una historia. No es un cuento, es un sucedido.
—¿Y dónde sucedió?
—En Galicia. ¿Dónde, si no, iba a suceder?
Este breve diálogo, que raya en el sofisma de la petición de principio, figura en las páginas de la novela El lápiz del carpintero, del escritor gallego Manuel Rivas, y sucede dentro de la cárcel de la ciudad de Santiago de Compostela, en tiempos de la Guerra Civil Española. Un sitio lúgubre en el que los prisioneros conversan para matar el tiempo, ese poco tiempo que a la mayoría de ellos les queda.
Tierra rica en leyendas, mitos y plumas que los plasmen, Galicia goza de una tradición de excelentes narradores que, de forma total o parcial, se nutren del vasto folclore de la región.
Tal es el caso de Manel Loureiro (Pontevedra, 1975), abogado que hace cosa de una década decidió colgar la toga para dedicarse de lleno a la escritura. El “batacazo” llegó cuando algo que empezó como una ficción en clave zombi narrada en un blog se convirtió en el fenómeno superventas Apocalipsis Z, cuya adaptación a la pantalla está a punto de tener su estreno mundial en la plataforma Amazon Prime.
En Cuando la tormenta pase , su novela más reciente, Loureiro deja de lado a los “muertos vivientes” y ofrece casi quinientas páginas de suspense, acción y terror, combinación explosiva que logra que el lector —si gusta de tales géneros— devore el libro como si se tratara de un breve relato.
La acción transcurre en un escenario real, la isla de Ons, situada frente a la ría de Pontevedra. Con estatus de parque nacional, la ínsula se ve repleta de visitantes en verano, pero en invierno se transforma en un páramo donde solo unas decenas de personas residen de forma permanente.
Solitaria, llena de historias de meigas y con vestigios de anteriores intentos de colonización, Ons era el lugar ideal para “abandonar” a Roberto Lobeira, protagonista de la obra. Un periodista retirado y con su propia mochila de fantasmas a cuestas, quien busca tranquilidad e inspiración para escribir.
Porque, según establece el propio Loureiro, “una isla es un pedazo de tierra rodeado de agua por todas partes, o al menos esa es la definición clásica”. No obstante, “quien redactó aquella frase se olvidó de añadir que una isla también puede ser una trampa mortal”.
Así lo comprobará rápidamente el forastero recién llegado, atrapado en el sempiterno conflicto entre los Freire y los Docampo, las dos familias que se disputan la supremacía en la isla. Y la situación empeorará cuando ciertos acontecimientos lo lleven a sospechar que algunos de los antiguos “cuentos de viejas” que han pasado de generación en generación quizá sean algo más que fantasías.
La posibilidad de una isla
Al igual que su personaje, Loureiro probó la experiencia de irse a vivir a Ons fuera de temporada. Si bien para entonces Cuando la tormenta pase ya había cuajado en su mente, sintió la necesidad de plantarse allí en busca de eso que suele llamarse inmersión completa.
“Decidí ir por dos motivos”, cuenta el escritor a Latido Beat, en una entrevista concedida durante su reciente visita a Uruguay.
“Primero, porque desde hacía tiempo tenía una idea en la cabeza que me obsesionaba mucho, y eran los pequeños rencores rurales, aquello de ‘pueblo chico, infierno grande’, que es exactamente igual en todos los lugares pequeños del planeta”, explica.
“Una isla es un pedazo de tierra rodeado de agua por todas partes, o al menos esa es la definición clásica, pero a quien redactó aquella frase se olvidó de añadir que una isla también puede ser una trampa mortal”.
“En los sitios pequeños es totalmente diferente a las grandes ciudades”, detalla, y plantea una situación que recuerda a la del célebre cuento La cuadratura del círculo, del estadounidense O. Henry.
“Si estamos enemistados y vivimos en una gran ciudad, pues basta con no cruzarnos. Pero en un sitio pequeño nos vamos a tener que ver irremediablemente todos los días, y ese roce continuo reaviva los rescoldos del rencor. Y cuando esos rencores explotan, lo hacen también de forma distinta que en la gran ciudad” por la misma razón ya expuesta: “Si tú y yo estamos peleados y nos encontramos en la ciudad, lo peor que podría pasar sería que nos liáramos a gritos, Pero en el medio rural, cuando esta tensión larvada, acumulada, estalla, lo hace de una manera muy violenta. Habitualmente, surge cuando alguien coge la escopeta, la carga y dice ‘bueno, hasta hoy’, y es cuando esos pueblos pequeñitos aparecen en los noticieros”, refiere el autor, quien insiste en que esa dinámica pueblerina “pasa en todas partes” en las que se cumplan tales requisitos de espacio reducido y aislamiento del resto de la civilización.
El segundo motivo del viaje del autor a Ons tenía como fin investigar otra experiencia relacionada con su nuevo libro. “Me planteaba qué pasaría si una de esas explosiones violentas entre lugareños tomaba en medio a un tercero, ajeno, y qué haría este. Probablemente huir y llamar a las autoridades, pero, si no puedes, ¿qué haces? Ahí supe que una isla era el escenario perfecto para esa historia”, recuerda.
“Además, la isla de Ons es un sitio especial, muy peculiar. Es aislado y solitario, pero a la vez está en frente de una de las costas más turísticas y visitadas de toda España. Hay un contraste brutal, y es también un sitio cargado de historias, leyendas y tradiciones. Plantear ese conflicto en un lugar así formaba el caldo de cultivo perfecto”, dice.
Lo que pasa en la isla se queda en la isla
Desde las vicisitudes de Ulises en el Mediterráneo hasta el pasmo de los protagonistas de La piel fría y pasando por la experiencia de El viejo papá Johnson, de Robert Graves, las islas remotas, desiertas o escasamente habitadas han dado mucho juego y jugo a la literatura.
“Me obsesionaban mucho los pequeños rencores rurales, aquello de ‘pueblo chico, infierno grande’, que es exactamente igual en todos los lugares pequeños del planeta”
“La isla misteriosa, de Verne, El señor de las moscas, de Golding, Shutter island… hay mil y una historias ambientadas en islas y todas hacen referencia al mismo temor de fondo, el de estar incomunicado y quedarse atrás mientras el resto sigue avanzando. El que se queda en una isla es como un insecto atrapado en una gota de ámbar. Te has quedado atrás y no tienes capacidad de comunicarte, de hablar con otros”, narra. “Además, es un escenario ideal para las historias de cuarto cerrado”, recurso cultivado por plumas como la de Agatha Christie o Gastón Leroux.
“Roberto Lobeira llega a una isla en la que de repente empiezan a pasar cosas terribles, y él, como persona racional, tiene claro que el responsable tiene que ser alguien de allí, aunque no todos coinciden en que tiene que ser obra de una persona. Eso genera una capa adicional de tensión, porque va a llegar el momento en el que se pregunte si hay una mano humana detrás de todo lo que sucede o si esas absurdas historias y leyendas que le han contado, en el fondo, son reales”, resume Loureiro, quien, a diferencia de su personaje, hizo el cruce de mar en busca de algo distinto de la inspiración.
“Cuando viajé a Ons ya tenía todo clarísimo, fui allí para hacer trabajo de documentación, para descubrir en definitiva cómo era el ambiente real allí en invierno, para captar los pequeños detalles. Puedes conocer un sitio por fotografías, por internet, pero hay determinadas cosas que si no pones el pie sobre el terreno, se te escapan”, explica Loureiro, en alusión a “mil pequeños detalles que son imprescindibles, porque van a aportar los incontables matices que te van a permitir que la trama sea lo más real y absorbente posible”.
Ducho en la construcción de thrillers, el exabogado tiene la certeza de que “lo que hace realmente que una historia funcione no es describir la acción, sino que esa acción tenga una intensidad y una naturalidad”.
Por ello, “si además de describir lo visual agregas que suena una música suave, que se oyen unos pasos a lo lejos, que la temperatura es agradable… estás creando el entorno y logras que pase algo que es muy difícil: que el lector dé el paso y se meta en la historia”.
Difícil o no, los humanos todos solemos dar ese paso con sumo gusto, siempre y cuando la historia que tenemos delante nos invite de la forma correcta.
“El ser humano está programado para contar historias y para que se las cuenten. Estamos programados para eso, lo hacemos de manera natural. Cuando lees una novela o ves una película, tú sabes que es una mentira, que los que salen en la pantalla son actores. Sin embargo, de una manera totalmente instintiva y sin necesitar ningún esfuerzo, tu mente da ese paso y crees. Es lo que se llama ‘la suspensión de la incredulidad’”, refiere el autor, y recuerda que “el problema que tiene esa suspensión de la incredulidad es que es tan potente como frágil” y se puede hacer añicos ante situaciones como “las de aquellas películas de romanos de los años 70, en las que igual aparecía un legionario con un reloj Casio en la muñeca. Eso destruye la suspensión de la incredulidad, por eso como escritor hay que ser muy cuidadoso”, advierte.
Una receta es cuestión de proporciones
Para que la novela funcione, la creación de entorno que antes se ha descrito no puede transformarse en un lastre farragoso que estorbe a la dinámica de la historia, pero la acción necesita de ello tal como una figura pintada requiere un fondo. Conseguir ese balance “es oficio, algo que aprendes con los años y te va dando la capacidad de crear ese equilibrio. El ritmo en un thriller es fundamental, va a ser lo que te lleve a pasar las páginas con la ansiedad de saber qué va a pasar, que a su vez es lo que te impulsa a devorar el libro. Es lo que te atrapa y hace que te metas dentro, y es algo fundamental en cualquier historia que tenga como finalidad entretener, y más en una obra de esta clase, que tiene que tener un ritmo frenético”, cuenta.
“Si no consigues ese equilibrio la novela falla, salvo que seas Umberto Eco”, ríe. “En medio de El nombre de la rosa, que es una novela de suspense, Guillermo de Baskerville se detiene a describir durante quince páginas la entrada de la iglesia y no se pierde el ritmo, pero esas son las excepciones”, dice.
Más ingeniería que ingenio
“Lo importante es que la tensión narrativa nunca puede caer, lo peor que le puede pasar a una historia de este tipo es que tenga caídas de tensión, un valle. Porque en ese valle el lector se va a desconectar de la historia, es cuando se le empieza a hacer bola”, explica, y revela que en sus libros se toman todos los recaudos para que esa “esfericidad” no se produzca.
Por ejemplo, cada uno de los breves capítulos de la novela termina con un cliffhanger o golpe de suspenso. Eso tendría todo el sentido del mundo si se tratara de un folletín por entregas, modalidad con antecesores egregios como El conde de Montecristo o Rocambole. Sin embargo, Loureiro asegura que esos antiguos trucos de los autores del siglo XIX son imprescindibles incluso hoy.
“El ser humano está programado para contar historias y para que se las cuenten. Estamos programados para eso, lo hacemos de manera natural”
“Eso tiene una finalidad, está buscado aposta. Cada tres mil palabras, unas ocho páginas aproximadamente, hay justamente un cliffhanger, un giro, una revelación que le da una patada a la historia. Y eso es porque esas ocho páginas son el lapso de la atención mediana, que no media, de un lector; es el momento en el que el lector empieza a perder un poco la concentración. No le pasa a todo el mundo igual, pero la mediana está ahí. Entonces cuando el lector llega a ese punto de bajada recibe esa patada que lleva hacia adelante, porque quiere saber qué va a pasar. Por eso la novela está estructurada como si fuesen olas. Cada capítulo es una ola que termina en un gancho que te lleva al siguiente escalón. Y esos empujes son acumulativos porque te van generando una sensación de ansiedad, de tensión”, agrega.
Ante semejante relato acerca de la trastienda de la creación, se tiene la idea de que hay más de laboratorio que de musas. En ese sentido, Loureiro asegura que hay “muchísima” ingeniería por detrás de sus textos.
“Se aprecia en la estructura misma de la novela. Cuando llega la tormenta se inicia la acción, y su intensidad aumenta a medida que la tormenta arrecia, llegan al clímax a la misma vez y todo se empieza a resolver a medida que la tormenta pierde fuerza”, por ello, en la narración “tienes tensión articulada en arco largo y también tensión articulada en arcos cortos, y tienes varias capas que se van solapando a nivel narrativo”.
Como base, “está la historia de esas dos familias que se odian, que es algo que Roberto descubre nada más llegar a la isla, pero también está la historia de esas tradiciones, de esas leyendas, de los meigallos [hechizos] y lo que pasa con ellos, y también la de los fareros de la isla”, subtrama esta última que —sin incurrir en spoilers— parece funcionar al margen de la disputa familiar que ocupa el centro de la escena.
“¿Por qué ese solapamiento? Porque ayuda a evitar que el lector se enfoque en una historia siempre. El problema es que los lectores son extremadamente listos, han leído mucho, han visto pelis, series, y conocen los trucos del género”, comenta risueño.
“Esto es un juego de prestidigitación: cuando estás concentrado en una historia, lo que hago es apartarte hacia otra”, revela.
Al calor del amor en un bar
Loureiro recuerda que —por fortuna— su experiencia con los isleños fue mucho más grata que la de su personaje.
“Sería horrible que fueran egoístas, violentos e implacables como los Freire y los Docampo, familias envenenadas por la mezquindad de su rivalidad”, ríe.
“Al contrario, son una gente superamable”, asegura, y como botón de muestra describe a Palmira, “una señora que debe andar entre los 80 años y la muerte”, y que regentea uno de los restaurantes del lugar.
“Cuando me vio andar por allí, forastero en invierno, me preguntó qué hacía y yo le conté por qué estaba en Ons. Me dijo que podía comer allí y yo le pregunté si acaso iba a abrir el restaurante solo por mí. Me respondió ‘no, imbécil, yo también como. Y si cocino para mí, también puedo hacerlo para ti”, recuerda.
“A diferencia de Lobeira, que en el libro está mil veces a punto de morir, el único riesgo que corrí en la isla fue el de morir de empacho”, cuenta, y afirma que en ese lugar se come “el mejor pescado del mundo” y que las raciones despachadas por Palmira son pantagruélicas.
En cuanto a ese puñado de habitantes permanentes de Ons, Loureiro destaca que “tienen un estatus jurídico extraño, ya que son colonos, no propietarios. Es una figura casi extinta en Europa y en España, y yo lo menciono en el libro y los reivindico para que se les haga justicia”, aboga.
Un cuentacuentos
Tras graduarse en Leyes, Loureiro alternó durante un tiempo el oficio de las leyes con lo que entonces era un hobby: la escritura de ficción. Sin embargo, lentamente la segunda actividad comenzó a desplazar a la primera, y tras mentirse a sí mismo por un tiempo y tomarse más de un año sabático, decidió cerrar su bufete de abogado y dedicarse de manera integral a la literatura.
“Lo que hace realmente que una historia funcione no es describir la acción, sino que esa acción tenga una intensidad y una naturalidad”.
“A mis padres se los conté durante una comida”, dice, y recuerda que no fue un momento fácil. “Tuve que decirles que iba a cerrar el despacho y dejar la carrera que ellos me habían pagado con mucho esfuerzo”, explica.
“Mi padre, que es un hombre muy serio, dejó los cubiertos, cruzó las manos y me dijo: ‘A ver si lo he entendido bien: ¿de ahora en adelante vas a vivir del cuento?’. Y le dije ‘pues sí, lo has clavado’”, ríe.
Desde entonces, Loureiro no ha dejado de crear historias ni de esforzarse para estar a la altura de lo que entiende que sus lectores merecen a cambio del dinero y el tiempo que invierten en sus libros.
Ese “estar a la altura” incluye crear relatos que “lleven al lector a devorar páginas sin parar hasta el final, pero que cuando faltan unas cincuenta nada más, empiece a leer despacito para que el libro no se acabe”, ralentización que obedece a un motivo dramáticamente bello.
“Porque como lector, en ese momento caes en la cuenta de que esas personas que están en el libro, con las que has viajado, te has emocionado, peleado, sufrido, gozado, etcétera, cuando llegue la última página van a seguir viviendo su vida, pero a ti te habrán echado de una patada, y esa sensación de pérdida es avasalladora”, afirma ya desde el lado del lector, y no en el rol de creador.
“Si eres capaz de lograr esa sensación, que solo se mitiga encontrando otro libro buenísimo, es que has hecho magia, y hoy hacer magia es dificilísimo”, advierte.
“Por eso, cuando con mucho trabajo, planificación y unas gotitas de talento tienes la posibilidad de hacer magia, escribir es el oficio más agradecido del mundo, porque en verdad le cambias la vida a la gente. Por eso sigo siendo un cuentacuentos”, concluye.
Con seis ediciones en tres meses, los derechos vendidos para traducirse y publicarse en todo el mundo y “algunas conversaciones” para la adaptación a la pantalla, Cuando la tormenta pase sugiere que la varita mágica de Loureiro sigue cargada.
Por Gerardo Carrasco
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