Por Diego Paseyro
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El pasado 7 de febrero, LeBron James, con 38 años y en su vigésima temporada en la NBA, quedó en solitario liderando la lista de más puntos convertidos en partidos de temporada regular, superando hasta ese entonces al monarca Kareem Abdul-Jabbar, quien ostentaba la onerosa cantidad de 38.387. Más allá de números y estadísticas, me parece oportuno tomar este logro personal de uno de los mejores jugadores de la historia de la liga —que junto a un puñado han logrado algo que pocos han podido: sostener logros personales y colectivos por un período más que considerable de tiempo, como supo hacerlo alguna vez el ya mencionada Kareem, Wilt Chamberlain, Jerry West, y más acá en el tiempo, Magic Johnson, Larry Bird, Michael Jordan y Kobe Bryant, entre otros— y reflexionar sobre el concepto de éxito y excelencia en tiempos de fama macrobiótica, youtubers gurús y one-song-artists.
Jean Paul Sartre, en su conferencia de 1945, El existencialismo es un humanismo, sostenía que “el hombre es responsable de todos los hombres”, y que, por lo tanto, sus actos, no comprometen a su estricta individualidad. Cada vez que hacemos algo, pensaba el filósofo francés, al mismo tiempo estamos sugiriendo cómo las cosas deberían ser hechas en determinadas circunstancias. Eso genera una gran responsabilidad y su consecuente angustia, y, quien lo niega, está actuando de mala fe. Pues bien, me permito este dislate para entender por qué los logros individuales de ciertas personas nos comprometen, involucran y de algún modo nos pertenecen. Aun en los más sublimes y en los más abyectos, algo de nuestra subjetividad está en juego, porque no es posible contemplar algo maravilloso o reprobable sin, al mismo tiempo, pensar secretamente que nosotros podríamos ser ese. Ese que comete un asesinato, un acto magnánimo, ese que llega a la Luna, que bate un récord olímpico, que es héroe o villano, o en el caso de esta nota, que llega a ser el máximo anotador de la liga de básquetbol más competitiva del mundo a una edad en la que la mayoría se están retirando.
Sartre - El Existencialismo... by Noe Gatica
Pero ¿quién es LeBron James? Retrocedamos unos años y vayamos al séptimo partido de las finales de 2016 contra los Golden State Warriors de Stephen Curry, Klay Thompson y compañía, y rememoremos una de sus jugadas más emblemáticas, que, sin duda, fue clave para abrochar la serie y coronarse campeón, y, a partir de esa acción, permitámonos la licencia poética de reflexionar sobre qué significa ser el mejor, el distinto, en definitiva, el elegido.
Con 1:57 minutos restantes en el relojero para finalizar el último cuarto y el marcador igualado en 89, Kyrie Irving penetra y dispara desde una posición incómoda. A diferencia de otros disparos, esa misma noche aquel ni siquiera tocó el aro. El que tomó el rebote fue Andre Iguodala, llevando raudamente de costa a costa la pelota por calle central y, jugando con Curry un “toma y dame” poco antes de pisar la llave, con el objetivo, y final consecuente, de obtener una bandeja que le diera a Golden State una diferencia que en ese momento hubiese sido un mundo. Llevaban empatados en 89 desde hacía tres minutos. Pero en el mismo instante en que comenzó el veloz ataque de los dirigidos por Kerr, un jugador había comenzado el proceso inverso, el de defensa, con la determinación necesaria como para recorrer la cancha y adelantarse lo suficiente para impedir que lo que parecían dos puntos hechos se transformaran en una especie de intervención divina, de esas que interrumpen la lógica causal de los acontecimientos. Aquella corrida en sentido inverso resumen una vida. Y no hay hundida, triple, crossover, alley oop, o cualquier otra jugada en ofensiva que describa de manera más dramática la biografía de LeBron Raymone James. Iguodala creyó que lo que lo separaba de aquella bandeja era la displicente marca de J. R. Smith a quien tenía de frente, pero nunca imaginó que lo que tenía delante, en verdad lo tenía detrás, del mismo modo que operan los karmas, apareciendo en el mismo instante que el presente olvida su pasado. Que aquella bola no aventajara a los Warriors tiene su explicación si hacemos uso de un recurso cinematográfico y detenemos la imagen en el exacto instante en que la mano decidida de LeBron hace contacto con la pelota aprisionándola contra el cristal previo a que fuese goaltending, luego de un salto apoteósico. Entonces, con los recursos actuales vamos hacia atrás y entendemos que aquella corrida frenética, más parecida a la de un animal de presa que a la de un ser humano, comenzó mucho antes de que Irving fallara su disparo e Iguodala iniciara el ataque.
Hablar del elegido implica reconocer que en una especie de The Truman Show, el mundo se organizó para que alguien haga carne su destino, sea cual sea: la gloria, la inmortalidad, la felicidad. Implica asumir que todas las personas son simples excusas que acompañan el desenlace del protagonista, simples actores de reparto que tal vez tengan en algún momento de la película alguna gratificación o recompensa, pero que, en cualquier caso, estarán puestas allí para servir al cometido final: que la profecía se cumpla. Que lo que debe ser, sea. Que lo que no es, nunca será. No sabemos quiénes son los elegidos, porque si lo supiéramos tal vez no lo serían, porque caerían en la paradoja de no hacer lo que, en definitiva, cuenta para serlo, que no es solamente tener ese don, sino haber hecho los deberes necesarios para que las piernas respondan en el mismísimo instante que se requiere de ellas y, por otro lado, el resto, al saber que solo somos meros adornos del actor estelar, podríamos intervenir, en una especie de rebelión bíblica, y matar al mesías, traicionarlo, en definitiva, vengarnos contra la injusticia de que el relato histórico nos excluya.
La historia y los cuádriceps de LeBron constataban lo mismo. Nunca se había invertido un 1-3 en las finales de la NBA y la ciudad de Cleveland llevaba cincuenta y dos años sin obtener un campeonato tomando en cuenta cualquier competición. Pero la temporada anterior había vuelto el hombre que, con dieciocho años, y justo antes de entrar a la NBA, ya había firmado un contrato con Nike por noventa millones de dólares. Criado por una precoz madre que lo tuvo a los dieciséis años y sin referencia paterna, LeBron y sus hermanos recorrieron todos los barrios marginales de la ciudad de Akron, en el estado de Ohio, cada vez que tenían que mudarse por no pagar la renta. Sin embargo, encontró en el football la inspiración necesaria para no abandonar los estudios y alejarse de las tentaciones de los bajos de Akron. Su entrenador, Frankie Walker, aconsejó a su madre, Gloria, que el futuro deportista se fuera a vivir con él y su familia, para proporcionarle una vida más estable. En su primer año como receptor, el elegido había conseguido diecinueve touchdowns en seis partidos jugados. A la edad de nueve años y en un frio otoño de Akron, lo más parecido a un padre que había tenido LeBron hasta ese momento, es utilizado por los dioses para hacerle llegar al elegido su primera pelota de básquetbol y darle las primeras nociones sobre aquel deporte. Desde ese instante abandonó la práctica del football, aunque conservó de él la utilización del protector bucal y tal vez le deba a dicho deporte la rudeza con la que luego se desempeñaría para el que había nacido.
La película puede seguir, y ya se filmará otra y luego otra más. Se podría seguir narrando ese guion escrito por los dioses del monte Akron, e ir a los años de freshman a sus primeras insinuaciones de que algo grandioso esperaba en la contratapa de su vida. A sus años de high school y su prematura elección en el draft del 2003. A sus galardones, palmas, éxitos, medallas olímpicas, selecciones de MVP, disparos imposibles, o partidos de all star.
Pero en aquella corrida felina en un encuentro desesperado con su propia historia, los dioses no estaban. Los dioses en verdad solo intervienen cuando la voluntad encuentra un límite. Los dioses pusieron en sus manos por primera vez una pelota de básquetbol usando como intermediario a su entrenador Walker, o permitieron que su madre no se opusiera a que se fuese a vivir con él y su familia. Pero aquella noche en el Oracle Arena fueron espectadores, dejando que el guion retomara cierta espontaneidad, que la fatalidad no estuviese signada y que aquellas piernas pudieran o no pudieran saltar lo suficiente. No hicieron nada para que, en un acto de competitividad admirable, el niño LeBron corriera para hacer el touchdown de su vida, ese que la ciudad que lo acunó esperaba ver hacía exactamente cincuenta y dos años. Los dioses tampoco estuvieron cuando tuvo que decidir que el contrato con Nike no era un punto de llegada sino de comienzo, a pesar de que, a partir de ese momento, su vida, económicamente hablando, ya estuviera resuelta, ya que en un pestañear fue poseedor de una fortuna que puede marear a cualquiera. Tampoco estuvieron las seis veces que le tocó perder finales de NBA. Cuatro con Cleveland y dos con Miami, y mucho menos estuvieron cada vez que LeBron tuvo que decidir si un partido estaba perdido o había chances de traerlo, y tampoco cuando debió valorar si valía la pena seguir entrenando para confirmar que seguía siendo el elegido, a pesar de sus treinta y ocho años y haberlo logrado todo.
El guion divino lo puso en una encrucijada. ¿Por qué ese año? ¿Por qué contra los actuales campeones quienes en temporada regular habían batido el récord de los Chicago Bulls con más partidos ganados? ¿Por qué si ya habían pasado cincuenta y dos años? ¿No podrían ser cincuenta y tres? ¿Por qué si nunca se había vuelto de un 1-3? Los dioses de Akron soltaron las riendas del destino y dejaron que la inercia de la voluntad del elegido corriera más rápido que la historia y sellara un final no escrito, pero que se nutrió de decenas de tiros fallados y de perezas vencidas. Pobres los hedonistas que solo buscan el placer y no entienden que no solo de allí los músculos se nutren, que el destino no se consume y que los elegidos tienen la libertad, cada día, de dejar de serlo.
Por Diego Paseyro
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