La ciudad argentina de Concordia, asomada a la orilla occidental del río Uruguay, mira a su hermana oriental de Salto. No hay puente, ni represa, ni bagashopping ni Farmacity. No hay nada de eso porque estamos en un verano a comienzos de los años 50, y el río baja moroso y tibio sin que ningún obstáculo humano lo estorbe.
Sin embargo, algo tienen en común la Concordia de hoy y la que Rodolfo Santullo usa como escenario para su novela La sangre llegó al río: en ambas hace un calor agobiante en febrero, y todos esperan con ansias un poco de lluvia que alivie el torpor y el sofoco. Hasta que finalmente la tormenta se desencadena, pero no con agua y truenos, sino con balas y sangre.
Así, mediante la pluma del escritor uruguayo, la apacible ciudad ribereña —poco más que un pueblo grande en aquella época— es arrancada de su modorra por violentos crímenes, desatados a partir de sucesos que parecen más bien propios de la Europa de John Le Carré que de la Argentina de Juan Domingo Perón.
Novelista, guionista de cine y de historietas, Santullo cuenta que el disparador que lo llevaría a redactar la novela también llegó desde la frontera, pero la del otro lado.
“Hace ya unos años me convocaron de una editorial brasileña en la que tenían un proyecto que debía involucrar a un autor local, uno uruguayo y otro argentino. La idea era que escribieran novelas breves bajo una misma consigna: la frontera. Esa convocatoria quedó en nada y la antología no salió, pero me sirvió de punto de partida para escribir un policial, precisamente de frontera”, explica en diálogo con LatidoBEAT.
El hombre nuclear
“Cuando me dijeron la consigna, lo primero que me vino a la mente fue el contrabando, pero no quería que fuera un contrabando clásico, como armas, drogas o cigarrillos; buscaba algo más original. Fue entonces cuando Manuel Soriano, un escritor argentino radicado en Uruguay desde hace algunos años, me sugirió que ese contrabando podría relacionarse con el proyecto nuclear de Perón en los años 50”, agrega el autor, quien reconoce que no tenía la menor idea hasta entonces sobre el asunto.
Así las cosas, si bien los cadáveres de la novela se acumulan en la tórrida Concordia, la manzana de la discordia había madurado antes en una fría isla en el lago Nahuel Huapi, en los Andes argentinos, y bajo el telúrico nombre de Proyecto Huemul. Allí, a fines de los años 40 y encandilado por las promesas de un dudoso científico austríaco, el gobierno de Perón se abocó a un plan que, de ser factible, colocaría a Argentina a la cabeza en materia de energía nuclear. El problema consistía en que la idea era impracticable, y toda la iniciativa no fue más que un oneroso buzón pagado con dineros públicos.
“Hasta el día de hoy no he logrado descifrar si Ronald Richter, el que le vende el buzón a Perón, efectivamente era un estafador o se trataba de un demente mesiánico que estaba convencido de ser capaz de crear un reactor de fusión nuclear continua, algo que entonces era imposible y lo sigue siendo hoy”, explica el escritor, que al momento de decidir que incluiría el Proyecto Huemul en su novela supo que le tocaba quemarse las pestañas.
“Me di cuenta de que iba a tener baches grandes si no lo estudiaba a fondo, entonces viajé a la Biblioteca Mariano Moreno, de Buenos Aires, y comencé a consultar libros al respecto. No es un tema demasiado transitado, pero hay algunos trabajos que reconstruyen el proyecto”, expresa.
Todo marchaba sobre ruedas hasta que dejó de hacerlo. “Veníamos bien, pero pasaron cosas”, podría decirse citando a otro argentino, Mauricio Macri. Y lo que pasó fue nada menos que el pegadizo virus SARS-CoV-2.
“Ya no pude viajar, y ahí entró en juego otro colega argentino, Nicolás Ferraro”, quien reunía características que lo convertían en el hombre providencial. “Vive allá, es escritor de policiales y trabaja en esa biblioteca”, cuenta.
“En cuanto se reintegró a trabajar, e incluso cuando todavía no habían reabierto para el público, me hizo la investigación en la hemeroteca y me pasó toda la información de prensa. Su aporte fue muy valioso para que yo pudiera salir adelante”, reconoce, aunque la inesperada pandemia le obligó a reorganizar su trabajo. “De las tres partes que componen la novela, la que trata sobre el Proyecto Huemul es la segunda, pero la tuve que escribir última”, señala.
Una película de acción
En Concordia, lejos de los delirios o fraudes de Richter, el frío andino se calienta muy rápido. Contrabandistas locales, disidentes políticos y agentes especiales se mezclan en un cóctel letal que va llenando de cuerpos el cuartucho que funge como morgue en la comisaría que dirige Galvéz, un policía al que no le falta olfato, pero que se ve superado por la situación.
Todo esto sucede de un modo vertiginoso, en el que el lector parece estar asistiendo a una película. Esa narrativa que apuesta a lo visual no es antojadiza sino deliberada, y fruto de la experiencia de su autor.
“No sé si escribo cinematográficamente, pero sí visualmente, y en eso debe tener mucho que ver mi profesión de guionista de historietas”, indica Santullo cuando se le pegunta al respecto. “Continuamente, en el día a día, cuando escribo, lo que hago es describir imágenes, que normalmente luego interpreta un dibujante. Supongo que en más de veinte años describiendo imágenes, algo de eso se habrá filtrado — espero que para bien— en mi narrativa”, detalla.
Ese estilo visual queda también de manifiesto en la creación de los personajes. En La sangre llegó al río no hay extensas parrafadas destinadas a describir el aspecto y el carácter de cada uno. Por el contrario, entran al relato con algunas breves pinceladas y cobran sustancia a medida que transcurren las páginas.
“Capaz que eso también es un derivado de escribir historietas, me gusta que el personaje se describa a sí mismo con su acciones y palabras, algo que en el cómic sucede mediante el dibujo. No me termina de convencer ese narrador que usa cincuenta párrafos para describir a un personaje. Me gusta verlo explicitado por sí mismo, por lo que hace y dice”, remarca.
Personas de papel y tinta
El escritor uruguayo-cubano Daniel Chavarría, autor de varias y aclamadas novelas, tenía una especial relación con los personajes que poblaban sus textos. Acerca de los que protagonizan su libro Una pica en Flandes (2006) comentó una vez lo siguiente: “Cuando terminé de concebir los personajes buenos, me enamoré de ellos y no quise malgastarlos contra enemigos banales”.
En la redacción de su nueva obra, Santullo no se vio en semejante disyuntiva. La obra no se centra en dilemas morales, y sobre sus personajes podría decirse lo mismo que de quienes copan las graderías reservadas para los barrabravas en los estadios: quizá ninguno es bueno del todo.
Pese a ello, el autor no deja de enamorarse un poco de sus creaciones y de seguir sus peripecias.
“Una cosa muy particular que me pasó con La sangre llegó al río fue que disfruté mucho de los personajes, al punto de que alguno de ellos, como el comisario Galvéz, evolucionó desde un papel menor en mi primer esquema mental, hasta terminar en alguien que es casi protagonista. Fue creciendo por sí solo, en todo el proceso hubo algo de ir acompañando a los personajes en su desarrollo y que ellos fueran marcando la historia”, describe.
Con La sangre llegó al río, Rodolfo Santullo sin duda cumple la consigna fronteriza del fallido proyecto editorial que se nombra al comienzo de estas líneas. En la obra, el autor logra un eficaz contraste entre el letargo pueblerino y la “trepidante acción” que prometían los anuncios de las películas de matinée.
El resultado son doscientas páginas que se leen como si fueran cincuenta, y que consolidan al autor como una de las voces más interesantes de la novela negra rioplatense.