Hace casi una década y media irrumpieron en la escena musical argentina, justo cuando en aquel país se consolidaba la cumbia villera y surgía el fenómeno de la cumbia cheta, dos expresiones antagónicas territoriales que buscaban establecerse sobre una base tropical. Sin embargo, desde entonces, La Delio Valdez comenzó a dar forma a esa entidad que los representa, buscar su sonido identitario y explorar las raíces de un género de arraigo continental. Los primeros años revisitaron el repertorio clásico de la cumbia colombiana aportando su tímbrica, pero tempranamente emprendieron la búsqueda por la salsa, el huayno, la chicha, hasta que alcanzaron un repertorio propio y el sello de su sonoridad. Hoy son una orquesta numerosa de 16 integrantes, autogestiva; un proyecto cooperativo con otra lógica laboral. Aquí no hay dueños ni patrones, sino un equipo que trabaja en comisiones en un plan de equidad. Tienen cinco álbumes de estudio publicados. El más reciente, El tiempo y la serenata, fue un trabajo compuesto y grabado en confinamiento que tomó cuerpo una vez que sus canciones se echaron a andar.
Esta vez, la delegación de avanzada para hablar con la prensa la conformaron la tamborera, bongocera y corista María Ximena Gallina, una de las más recientes incorporaciones, y Pedrito Gabriel Rodríguez, timbalero y cantante, uno de los fundadores del proyecto junto a Milton, el trombonista y su hermano menor.
A Uruguay llegaron hace casi una década. Primero dieron dos shows en la Sala del Museo, más tarde fueron parte de Mojo, el festival por el Movimiento Joven en Parque Batlle. Luego regresaron con dos conciertos agotados a la Sala del Museo y, en enero de este año, fueron invitados al escenario de Medio y Medio en Punta Ballena. Este 18 de marzo van por el escenario mayor: apuestan a llenar el Teatro de Verano.
Han venido varias veces a Montevideo y cada vez con un aforo creciente. En esta oportunidad desembarcan en el Teatro de Verano. ¿Ese templo murguero les imprime una presión extra?
Pedro Rodríguez (P. R.): No sé si presión, pero sí responsabilidad. Es un lugar muy cargado de energía, de tambores, que es lo que nos hermana. El tambor está presente en la cumbia, en el candombe y la murga. Venimos con un show diferente para mostrar más en profundidad lo que es la orquesta. Va a ser un show más largo de lo habitual y con otra propuesta escénica. Es una gran responsabilidad, pero tenemos con qué responder, y más con todo el apoyo que hemos recibido aquí en Uruguay.
Comenzaron siendo ocho integrantes, pero hoy sobre el escenario son 16 (casi la cantidad de componentes de una murga uruguaya). ¿Qué recorrido hicieron en cuanto a la búsqueda de la sonoridad del proyecto como para incorporar todos esos nuevos integrantes?
P. R.: A medida que vas estudiando el estilo, te vas dando cuenta de qué es lo que te hace falta. Las incorporaciones siempre apuntaron a la formación de orquesta. En Buenos Aires, cuando arrancamos, no había formaciones como la nuestra. Sumamos percusión, teclado, cantantes, vientos; cada sección de la orquesta se fue enriqueciendo, dependiendo de cuál era la necesidad. La Delio es un gran grupo de investigación. Nunca terminás de decir: “Ya lo sé, tengo el género mangiato”. Estuvimos muchos años estudiando hasta que salió el sonido subtropical, que es lo que más o menos plasma esa primera impresión de lo que es componer en formato de orquesta de cumbia argentina con letras de lo que sucede en el lugar. Versionar temas colombianos está buenísimo, son hermosos, pero en sí, en lo concreto, no terminan de hablar de tu lugar.
La Delio comenzó versionando un repertorio bastante clásico de la cumbia colombiana. Más tarde adoptó influencias de la ecuatoriana, de la cumbia peruana, también conocida como la chicha —fusión de la cumbia colombiana con huayno, la guaracha, el rock psicodélico—. ¿Ese fue el recorrido que transitaron?
P. R.: Arrancamos escuchando a Lucho Bermúdez, un director de orquesta que fue el primero en incorporar los tambores del folclore colombiano a una formación de orquesta de jazz y los hizo tocar música popular. Ese fue el pionero. Pero, a partir de este hombre, se desprendieron un montón de orquestas por toda Latinoamérica que emprendieron la misma acción: llevar los tambores de fanfarria, o los tambores de calle, a una formación orquestal. La propia curiosidad te va llevando a investigar. Conocimos la cumbia en sus distintas expresiones y la adaptamos a lo que somos: argentinos, tocamos en el Cono Sur y no hablamos en neutro. Sobre la base incorporamos la cumbia latinoamericana, el huayno, la salsa, etcétera. No queríamos inventar un género porque estaba hecho, pero sí buscarle otra sonoridad.
María Ximena, vos fuiste de las últimas incorporaciones. ¿Cómo llegaste a La Delio?
María Ximena Gallina (M. G.): Se comunicaron conmigo una vez que Marquitos Pollo Díaz había manifestado la idea de bajarse de la banda; buscaban una tamborera. Nos conocíamos con algunes del barrio. Estaba en otros proyectos y ya conocía a la Rubia o al Oso de La Delio. No venía de la salsa, pero sí de la música popular. Y lo primero que hice fue responderles que no tocaba bongó ni tambor colombiano. Yo soy conguera, cajón peruano, instrumentos de percusión a mano y canto. Dieguito, el que hace laburo de mánager en la cooperativa, me dijo: “Estudiá y nos juntamos”. Increíblemente habíamos quedado en juntarnos el mismo día que se decretó la cuarentena, así que no lo hicimos. Seguimos en comunicación hasta que nos pudimos juntar, y yo mientras me puse a estudiar. Ahora sí, toco bongó, tambor alegre y caja vallenata. Di, además, con un par de tamboreras colombianas que son increíbles y de las que aprendí mucho. Cada tambor le da una impronta distinta a cada tema.
Pedro, ¿cómo es para vos la experiencia de conformar una orquesta de amigos en la que también trabaja tu padre (Black Rodríguez Méndez)?
P. R.: Es flashero, porque mi viejo es percusionista, cantante de tango, de música latina. Me enseñó a tocar desde muy chico y siempre que tuve un proyecto vino a verlo, a darme su opinión y apoyo. En el momento en que empezamos a trabajar con La Delio, que éramos pichones, vino mi viejo a ver el show y nos dijo: “Podrían sumarle vestuario, algunas luces, etcétera”. Siempre estuvo atento a los detalles para que crezca; siempre estaba ahí. Llegó un momento en que se hizo tan familiar que ya hablaba con todos los pibes y sugería aportes. Cuando se fue la primera cantante que tuvo la orquesta, lo invitamos a sumarse como miembro estable. Fue un cambio grande el que hicimos en el show para darle protagonismo. Se lo fue ganando, armando el personaje. Fue un aprendizaje para todos. Para mí, compartir el escenario es un lujo. Mi viejo fue el primero que me hizo trabajar. Yo iba, tocaba y me bajaban el billete. Y ahora siento que le devuelvo un poco eso. Le dije: “¡Venite a laburar ahora que estamos chetos, dale!”.
Leí por ahí que pasabas Navidades y fines de año acompañando a tus viejos en eventos y bailes, tocando en Cemento, por ejemplo.
P. R.: Sí, cantidades de fines de año laburando. Ellos nos incentivaban un montón a que nos formáramos culturalmente y, también, a que fuéramos a ver cosas.
La Delio nace en la escena porteña en épocas de la cumbia villera y previo al boom de la cumbia cheta. ¿Cómo encontraron su lugar?
P. R.: No sé… En el momento que arrancamos estaban los bandos muy divididos, pero no solo en la cumbia, también en el rock, el punk y el resto de la escena. Pero con La Delio nunca discriminamos ningún tipo de encuentro. A todo festival donde nos llamaban íbamos a convivir con todos. No queríamos que hubiese rivalidades entre géneros, si de última lo que están yendo a bailar es música popular. Así vos escuches electrónica, heavy, punk, reggae, en cualquier casa alguna vez un tío o una abuela puso una cumbia. Es algo que está familiarizado en el ambiente de cada uno. En el momento que salimos nosotros nadie tocaba eso. La explosión de la Delio se dio porque cada uno de nosotros viene de un palo distinto. En el momento que logramos que los amigues de cada une —rockeros, cumbieros, punkies, raperos— se juntaran a ver un show, se fundó el cumbión, la fiesta de la cumbia.
Después, tocar en el Cosquín Rock, en el Tropitango, o en La Mónica, diferentes espacios que son más marcados, no hace la diferencia. La esencia es buscar una unión desde un sentimiento popular, porque la música popular es transversal.
Tanto en la búsqueda por las raíces de un género popular, como por el modo de organización les encuentro varios puntos en común con la Orquesta Fernández Fierro. Si bien aquel es un proyecto de tango contemporáneo, ¿lo sienten como proyecto hermano?
M. G.: Sí, lo que pasa es que habría que pensar si lo buscamos así desde el vamos. Constantemente vamos pensando si el camino que trazamos es el que queremos. Nosotres crecimos un montón en ese camino, pero también sabemos que fue cambiando lo que nos identifica. Trabajamos en cooperativa y ese trabajo está presente de forma continua; ninguno da un paso al frente sin consultar al resto. Encontramos muchos proyectos hermanos en la forma de trabajar, más allá de la identidad musical o cultural. Hay muchos proyectos hermanos en cooperativas de fábricas, en artistas que no son de la música. Encontramos cosas en común, tenemos reuniones, intercambiamos. Hay más proyectos hermanos que no son musicales.
P. R.: Directamente el concepto de cooperativismo te hermana. No necesariamente tienen que ser proyectos musicales, sino cooperativas de serigrafistas, de cerámicos, de agroproductores.
Son una banda de cumbia, pero no están dentro del circuito del género. ¿Cómo fue ese proceso? ¿Qué relación tuvieron con la escena tropical de bandas y escenarios? Y, en ese caso, ¿qué concesiones implicó para la orquesta ir a lugares como el Tropitango o Tornado?
P. R.: Bueno, es complejo (risas). Nosotres tenemos una forma de encarar el show y en la industria de lo que es la música tropical en Argentina todo perfila más a una máquina de hacer chorizos (risas). Ahí tenés que tener un repertorio de 20 minutos muy definido porque eso es lo que vas a tocar cinco o seis veces por noche. Llegás, armás, tocás; llegás, armás, tocás… Es otra forma de vivir de la música; esa es la que adopta el que es parte de la industria tropical. Nosotres, en cierto punto, nos tomamos otras licencias, necesitamos probar sonido, por ejemplo.
La primera vez que fuimos a tocar al Tropitanco, la catedral de la cumbia argentina, en General Pacheco, la zona norte de Buenos Aires, no pudimos probar sonido, nos hicieron tocar a cualquier hora y hasta nos revolearon el hielo. La segunda vez que nos invitaron, les dijimos: “Todo bien, vamos porque nos re cabe, pero dejanos probar sonido y decinos a qué hora tocamos”. Esa fue la única vez que una banda probó sonido antes de abrir el boliche.
Nosotros buscamos ser independientes y no acatamos lo que se impone. Esto es lo que tenemos y de acá no nos movemos. Al que le gusta, bien, y al que no, que no nos llame. Nos sentimos alejados de esos circuitos cerrados.
M. G.: Lo que sucede es que por el laburo que le dedicamos a armar un show, a ensayar y arreglar los temas, a generar un principio, un desarrollo y un final, no nos permite hacer cinco shows por noche. Ni la producción ni la estructura ni nuestro cuerpo nos lo permite. Pero, en ese proceso, nos dimos cuenta de que un montón de figuras significativas de la cumbia en Buenos Aires y Argentina toda también les interesó esa forma y se acercaron a trabajar con nosotres: La nueva luna, los Tambó Tambó, Los Palmeras; invitamos a Richard de Ráfaga que se vino a ensayar entregado.
En 2021 lanzaron El tiempo y la serenata, un disco de canciones propias compuesto, arreglado y grabado durante la cuarentena. Lo presentaron en una serie de conciertos en el Luna Park y, también, en una serie de recitales en Sala del Museo de Montevideo. ¿Cómo fue la experiencia de componer a distancia?
P. R.: Fue muy loco. Había dos reuniones virtuales por semana en las que se proponían los temas. Ahí estaban los compositores, los productores y la base. Los arreglos iban y volvían. Era un ida y vuelta de ideas y devolución de la tropa. Pero no podíamos ensayar. Cuando se empezó a abrir un poquito la cuarentena ensayamos a distancia en el patio de Malvinas Argentinas.
Fue muy distinta la experiencia de lo que estábamos acostumbrados, porque la grabación de tambores o vientos, cuando se hace por separado, la diferencia es muy fuerte. Es muy diferente el sonido en la sección. El disco tiene momentos reflexivos, momentos de contemplación, nostálgicos… pero en vivo los temas tomaron otro poder. Cada vez suena mejor.
M. G.: Hay algo muy lindo que siempre señala Santi —el clarinetista— con relación a la tapa del disco: era un hombre solo en medio de la inmensidad. Esa era la sensación de ese momento. Haberlo hecho en el encierro fue definitorio, pero que estuviese vivo cuando se empezó a tocar frente al público fue como otro disco, los temas se transformaron.
¿Llegaron a tener sesiones terapéuticas grupales con un psicólogo?
P. R.: Como en todo grupo tan numeroso en un momento de mucho trabajo y convivencia, ver más a tus compañeros que a tu pareja, lentamente te va carcomiendo y desgastando. Mucho con relación al modo de vida que llevamos. Lo que hizo la sesión terapéutica fue llevar un concepto de incomodidad general a trabajar determinados puntos dentro de lo que es la orquesta. ¿Qué tenemos que tener en cuenta? Esto, esto y esto. ¿Cuáles son los puntos más sensibles? Este, este y este… Bueno, cuidemos eso, bajémosle a lo que haya que bajar.
¿Qué puntos eran?
P. R.: La noche, la sobreexigencia, los excesos, el alcohol. Cuidarte vos para poder cuidar al de al lado. Eso fue lo que nos tiró la terapia.
M. G.: Somos tantos que en medio de una gira vas desarrollando afinidades. Siempre alguno va más atento y se toma un rato en ver cómo estás. Arriba del escenario queremos disfrutar. Armonicemos.
¿Todos tienen una tarea extra a lo artístico musical?
P. R.: Depende… Sí, son miles de comisiones, dentro de las cuales van cambiando los participantes… se va coordinando. Comisión de prensa, comisión artística, producción, vestuario, etcétera. Tenemos la libertad de decir: “No llego con esto o denme una mano”.