Por Valentina Temesio
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Con el cambio de milenio, cuando editó Segundo, Juana Molina se dio cuenta de que tenía su propio sonido. Esa música atemporal, que, según la artista, no remite a nada que a uno le pueda dar un prejuicio. Juana y su guitarra, Juana y su loopera. Sonidos eléctricos y muchas capas. Hay perros, hay pájaros; la música de la argentina es, de algún modo, un trance.
De niña escuchaba la misma música que su padre y su madre. Pero hizo sus descubrimientos. Esa niñez —asegura— fue la que la armó musicalmente. Después dice que, en realidad, no sabe qué fue lo que la formó. Sin embargo, se acuerda de algo: si lo que creaba la hacía acordar a otra cosa que ya existía, lo dejaba. Trataba de escapar de ser igual que el resto: veía a la similitud como un defecto. “Para qué voy a hacer esto si ya lo hicieron”, se preguntaba la Juana adolescente. Así hasta que construyó su impronta y encontró su propio camino.
El sonido de Juana no llegó solo. Dice ser hija del rigor. La inspiración la encuentra cuando trabaja o cuando dice “me voy a poner a hacer un disco”. Aunque no llega enseguida, encuentra la puntita de una idea que tiene final conocido: un mundo de canciones nuevas. Y cuando se sumerge, nadie la puede sacar de ahí.
“Pongo lo que a mí me gusta, porque si no es así, no hay nada que pueda hacer para conquistarte: es todo lo que soy”, dice sobre los discos y sus composiciones. Con ese desapego que la caracteriza, la artista dejó que varias canciones murieran enterradas en una computadora. Son canciones que le gustaron por muchos meses, pero que por alguna razón, que a veces ni ella entiende, no llegan al disco: “Las dejo porque no cumplen con un requisito, que no sé cuál es. Quizá el de que ya no me gustan más”.
La búsqueda de Molina va de la mano con su exigencia: sobre encontrar la perfección, un sonido único, pero también de darle otra mirada. Algunas de sus canciones quedan estancadas en la última versión a la que la artista llegó, porque le gusta que así sean. Otras cambian según cómo toque. Si lo hace sola, tiene otras libertades que en un dúo o en un trío. Aunque hay algo que siempre persiste: Juana inventa y sabe cuáles son los elementos que sus canciones necesitan. “Me gusta conservar la esencia de la canción, pero también tocarla de cualquier manera. Me mantiene más atenta a las canciones, si no siento que a veces me dan ganas de cantar algo distinto y si no lo canto, siento que me muero un poco”, explica.
A la discografía de Molina, que comenzó a gestarse 26 años atrás, la conforman Rara (1996), Segundo (2000/2020), Tres cosas (2002), Son (2006), Un día (2008), Wed 21 (2013), Halo (2017) y Anrmal (2020). Entre todas esas canciones que convergen en ese universo que la artista creó hay una que se llama “Las edades” y refleja cómo se siente Juana con respecto a las nuevas generaciones —una parte importante de su público que, alguna vez, admitió que la sorprendió—. “Yo voy creciendo y soy cada vez más grande, pero sigo teniendo las otras edades —30, 20, 40 — y, por eso, me relaciono muy bien con otras generaciones. No tengo un problema generacional. Sobre todo, con los que están más abajo, porque son cosas que yo ya viví, que ya conozco y entiendo. Creo que el problema generacional es de abajo para arriba. Por lo menos así lo viví yo en mi juventud, que los grandes me parecían personas con las que yo no podía conectar. No todas, por supuesto, porque he tenido amigos muy grandes que ya no están entre nosotros y que eran realmente amigos —en especial una amiga, que murió hace dos años —. Pero creo que es así: el tema de la generación es de abajo para arriba. Por lo desconocido, por no saber qué es, por el tema del envejecimiento del cuerpo, pero adentro, medio que soy todo terreno”, dice Molina.
Es que de las otras generaciones, las más grandes a ella, Juana mamó la música. Y, también, hubo un disco que la marcó, uno que para muchas personas es desconocido, pero que en la música rioplatense tiene mucha relevancia; un disco que estaba escondido y Juana lo materializó. Musicasión 4 ½, que editó Carlos Píriz en 1971, reúne las grabaciones de las Musicaciones, aquellos espectáculos colectivos que Eduardo Mateo y Horacio Buscaglia concibieron en 1971 y en los que El Kinto —que integraban el propio Mateo, Ruben Rada, Walter Cambón, Luis Sosa, Mario Chichito Cabral, Urbano Moraes, Antonio Lobito Lagarde y Alfredo Vita— era la banda anfitriona.
Aunque en aquel entonces Molina apenas tenía nueve años y vivía al otro lado del Río de la Plata, en Buenos Aires, el disco llegó a su casa. Lo llevó el mismo Mateo, que se lo regaló a su padre cuando grababa el mítico Mateo solo bien se lame en el país vecino. Lo que él no sabía es que a aquella niña el sonido de El Kinto iba a marcarla y que tiempo después se convertiría en una de las tantas personas que hacen que ese sonido siga floreciendo.
En ese entonces, en la soledad del living de su casa y mientras el sol daba sobre una cortina verde claro, Juana se sentaba con la tapa del disco en la mano y escuchaba. Cuando sonaba “Suena blanca espuma”, se imaginaba a un grupo de señores en una playa, y ahora, casi medio siglo después, sigue recordándola.
Entonces, un día, a casi medio siglo de las Musicaciones, a Mario González, un amigo de Juana, le llegaron las cintas de Carlos Píriz. E hizo lo esperable: se las llevó a la artista. Con más historias de por medio, surgió Sonamos, el sello de los dos amigos, que se dedica a reeditar música. El primer disco fue Segundo y le siguió el uruguayo.
En Sonamos, Juana aprendió nuevos códigos, los de la reedición: qué necesita para tener valor, cómo se hace. González le enseñó las diferencias entre editar un disco nuevo y uno que ya existe, la manera de trabajar, encontrar el camino correcto. Para la artista, estar del otro lado “es lindo”. “Hay una responsabilidad en entregar cosas con contenidos importantes, como es el caso de Musicasión, que es un disco bastante desconocido. La gente no sabía que existía esa música tan preciosa y nos fue muy bien con ese disco”, comenta.
Sin embargo, admite: “Últimamente no tengo relación con la música contemporánea en general. He perdido esa necesidad de sentarme a descubrir cosas nuevas. Aunque a través de Mario estoy conociendo muchas cosas que son nuevas para mí”, agrega. Entonces, la música escarba el pasado, esa música que podría haber escuchado, pero no lo hizo, porque no le llegó antes. La raíz que dejó la semilla de lo que vino después. Por eso, para ella, “una vez que conocés eso, es difícil poder relacionarte con lo que se hace ahora, porque medio que ves de dónde viene todo”. Y también es difícil salir, porque después se da cuenta de dónde salieron los discos que le volaron la cabeza y, de algún modo, se desilusiona.
Con esa premisa, la de no perder su autenticidad, Juana vuelve a tocar en Uruguay. La artista se presentará este sábado 19 de noviembre en La Trastienda. Esta vez acompañada por Diego Arcaute, pero con la misma búsqueda de siempre: pasar una de las noches que le gustan. Esas en las que se arma una cosa íntima entre público y músicos, esas en las que después todos quedan como flotando.
Por Valentina Temesio
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