Ignacio Martínez Nougreres nació en Montevideo, un día de 1987. Es periodista y Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de la República. Melómano perdido, desde 2013 escribe sobre música en La Diaria, y ha colaborado en la revista Lento con investigaciones que entrelazan rock, política y sociedad. Desde 2017, también es periodista de la sección Política de La Diaria, donde descubrió que “no solo a los músicos se les da por guitarrear y hacer versos”. En 2017 publicó la biografía del grupo La Trampa, Sin miedo en la oscuridad (Fin de Siglo), y Otra Navidad en las Trincheras, un análisis del disco de El Cuarteto de Nos (Estuario).
¿Cuándo empezaste a escribir?
En abril de 2012 estaba cursando el último año de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación de la Udelar [Universidad de la República] (hoy le dicen FIC), y para la materia Sala de Redacción, de práctica periodística, escribí una nota que cuestionaba el cliché de que Paul McCartney era el “blando” y John Lennon el “duro” de los Beatles. Fue a raíz del concierto de Paul en el Estadio Centenario y la titulé “Ni con Lennon ni contra McCartney”. Una de las profesoras de la materia mostró la nota en clase, como un ejemplo de esos que hay que seguir. En ese momento me di cuenta de que esto no era tan difícil —o de que ya estábamos inmersos en esa famosa crisis de la educación de la que tanto se habla—.
¿Te acordás de cuál fue el primer libro que te marcó?
No exactamente, pero me acuerdo de que en los últimos años de liceo, merodeando la biblioteca de mi padre, me topé con El ocaso de los ídolos, de Nietzsche, en una de esas ediciones viejas con olor a Tristán Narvaja —que ahora es mía—. Me llamó mucho la atención la parte “Máximas y dardos”, que es la que tiene la famosa frase “de la escuela bélica de la vida: lo que no me mata me hace más fuerte”. No tenía nada que ver con Platón, su caverna y toda esa troupe de griegos aburridos que se daba en Filosofía del liceo, y encima tenía la ventaja de lo conciso. “¡Qué poco basta para ser feliz! El sonido de una gaita resulta suficiente. Sin música la vida sería un error”, es otra de las frases de ese libro y es de mis preferidas.
¿Dejar de leer o dejar de escribir? ¿Por qué?
Dejar de escribir, toda la vida. Porque trabajo en un diario, por lo tanto, tengo pesadillas con el Word o el procesador de textos de turno; paso demasiadas horas con uno de esos enfrente. Me encantaría tener tiempo de sobra para leer libros, y no proyectos de ley, versiones taquigráficas, informes, notas de otros diarios y el tweet del legislador kamikaze del día.
Contanos qué estás leyendo ahora.
Film noir (2021), de María Negroni. Lo único positivo que me dejó el encierro pandémico fue que me puse al día con algunos ríos de cine que aún no había navegado; entre ellos, las oscuras, penetrantes e irresistibles aguas del noir. Este libro es un buen panorama de lo medular del género, sus métodos y sus ingredientes (el crimen, la traición, el detective, la femme fatale y el contraste profundo entre luces y sombras), con una pata importante en la raíz literaria de todo eso.
¿Cuáles son tus escritores uruguayos favoritos? ¿Identificás influencias? ¿Cuáles?
No tengo escritores uruguayos favoritos, porque no soy muy de la literatura vernácula... En cuanto a lo mío, que creo que es el periodismo, me cuesta mucho hablar de influencias, porque es una palabra seria que se suele usar muy livianamente, pero hay cosas que son obvias. Por ejemplo, me encanta leer los libritos de entrevistas —un género que disfruto mucho hacer— de César di Candia, sea cual sea el entrevistado; me hipnotiza la mira microscópicamente obsesiva de David Foster Wallace y le tengo envida a la clase de Gay Talese. En cuanto al periodismo musical específico, admiro la forma en la que Greil Marcus cultiva imágenes sobre la música y también cómo narra y engancha hechos Philip Norman. Por último, hay un famoso crítico yanqui, Robert Christgau, dueño de una capacidad para crear metáforas y analogías lacerantes que me fascinan y he tratado de copiar a cada rato. Un gran ejemplo de sus dardos: cuando escribió la crítica del disco Back in Black (1980), de AC/DC —de mis preferidos de la vida—, lanzó que Brian Johnson cantaba como si tuviera “una picana eléctrica en el escroto”.
¿Alguno que te guste recomendar?
Ya lo hice en la respuesta anterior. Perdón, soy ansioso.
¿Sos de releer? ¿A qué libro solés volver?
Rara vez he releído un libro entero. Suelo ir a pasajes específicos para recordar cosas puntuales y la mayoría de las veces me doy cuenta de que son bastantes distintos a los que tenía en mi mente —aunque acabo de ir a El ocaso de los ídolos y estaba tal cual—. Suelo volver a muchos: a El diccionario del Diablo, de Ambrose Bierce, definiciones ácidas de hace un siglo que parecen de pasado mañana; a Mitologías, de Roland Barthes —y a casi cualquier otra cosa que haya escrito él—, y a los cuentos de Raymond Carver: el final de “Diles a las mujeres que nos vamos”, que está en el legendario De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), me sigue dando hemorragias de electricidad.
Para este fin de semana recomendanos un libro, un disco y una película.
Un libro: No somos computadoras, un manifiesto (2012), de Jaron Lanier. Una de mis fantasías más húmedas es la de borrarme de toda red social conocida, algo bastante difícil, ya que tengo perfil en la mayoría de ellas... La semillita de esa fantasía me la plantó este libro, al que llegué cuando salió, ni me acuerdo cómo. Lanier es un informático, músico y algunas cosas más, y en este texto tira pila de piques para sobrevivir en las redes —y en internet en general— que cada vez están más vigentes.
Un disco: The Black Rider (1993), de Tom Waits. De los álbumes de Waits es al que menos se le da cabida y nunca entendí el motivo. Contiene música compuesta originalmente para una obra de teatro, por lo que algunas canciones tienen un enfoque escénico más grande del que ya de por sí tiene la obra de este muchacho. De todas sus canciones destaco la seudo western “Just the Right Bullets”, la adictiva instrumental “Russian Dance”, con percusión de botas —que debería sonar en alguna película de Tarantino—; “Lucky Day”, con su soliloquio desgarrador, y “I'll Shoot the Moon”, una de las mejores baladas jamás hechas. “Te bajo la luna” lo dice cualquiera, pero “le voy a disparar a la luna por vos” solo Tom Waits.
Una película: The Swimmer (1968), de Frank Perry. Es un drama bañado con un surrealismo típico de fines de los 60, con chispazos psicodélicos, basado en el cuento homónimo de John Cheever —que también recomiendo—, adaptado por Eleanor Perry —la esposa de Frank—. Se trata de un tipo que está obsesionado con las piscinas de sus vecinos y decide nadar por todas para volver a su casa, pero cada zambullida es un peaje más hacia el abismo. Cuando empieza, vemos al protagonista —nada menos que Burt Lancaster— con un shorcito negro, hablando con unos vecinos chetos, y parece que se viene una película del montón sobre el ocaso de un galán. Ya quisiéramos...
Contanos sobre esa vez que un lector te reconoció en la vía pública.
Nunca me pasó, pero por mi trabajo suelo estar en contacto con mucha gente, y, a veces, me saluda alguien fuera de contexto y rara vez saco quién es. Aunque soy un parco atómico, siempre devuelvo el saludo, por las dudas.
Tu autobiografía en una frase.
“Nunca supe que poner en mi autobiografía”.
Tenés que convivir un mes con una autora o un autor: ¿a quién elegís?
A quien cocine mejor.
Un lugar para volver.
Al club de Santa Lucía del Este, pero no solo en espacio sino también en tiempo: en aquellos veranos de la infancia en los que lo único que importaba era pasar de pantalla en el Cadillacs and Dinosaurs y poder comprar el Bubbaloo de banana con dulce de leche —sí, llegó a existir algo así, eran los salvajes 90—.
El primer verso que te viene a la mente.
No uno sino dos: “Con los blandos yo soy blando / y soy duro con los duros”, de Martín Fierro.
¿Para qué literatura en el tiempo del desamparo?
No me parece que este sea el tiempo del desamparo, o al menos no creo que el nivel de desamparo actual sea muy distinto al de 1982, 1521 o el del año 579 a.C. Soy de la idea de que cualquier tiempo pasado fue peor o igual a este. De todos modos, a la literatura —o cualquier arte— la quiero siempre y cuando no me dé nada masticado. La mayoría del arte actual nos da todo masticado y solo queda tragar. Me gusta cuando las cosas ni siquiera están cocinadas, no son para nada obvias, por eso escribí un libro sobre el disco Fines, de Fernando Cabrera, el músico menos obvio de Uruguay.
Lo último que comiste va a ser el menú para toda tu vida, ¿qué es?
Milanesa con puré.
Tu idea de felicidad y tu idea de miseria.
Mi idea de felicidad es tratar de no ser infeliz. Mi idea de la miseria es amplia, tiene espacio para muchas cosas y personas, como los políticos que se enroscan en discutir de qué tamaño es el iceberg en vez de tratar de que el barco no se hunda.
Sobre Fines
En su segunda contribución a esta colección, Ignacio Martínez ofrece un libro muy personal, en el que además hace gala de un gran rigor analítico. Partiendo de su profundo conocimiento del disco Fines de Fernando Cabrera, encuentra el tono exacto para poder manifestar su admiración tanto por la obra como por su autor, al mismo tiempo que despliega un aparato crítico y una mirada originales que le permiten echar nueva luz sobre esta obra fundamental de la música uruguaya. El sentido del humor, el comentario ingenioso, la reflexión casi filosófica, el gusto por las genealogías, pero también por la detección de las originalidades, conforman en conjunto una mirada inédita sobre el genio de Cabrera.
A través de un análisis detallado de cada una de las canciones, apoyado en la lectura de la literatura que existe sobre el disco y en opiniones del propio compositor e intérprete, Martínez va dando forma a este texto que está destinado a convertirse en una lectura fundamental para la comprensión de la obra de uno de los músicos más importantes de la historia musical del Río de la Plata.
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