Por Martín Inthamoussú
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Cartagena de Indias fue declarada Patrimonio de la Humanidad en la década de 1980. Antes de ese momento, los espacios del centro histórico se encontraban en muy mal estado. Luego de la declaración, empiezan las inversiones que promueven nuevas actividades económicas de sectores que no estaban presentes en esa zona y, como consecuencia, el aumento de los costos inmobiliarios.
Luego de ese comienzo, y al empezar a interesarse más por toda esa zona, el foco se pone en el barrio Getsemaní, donde vivían vecinos que no accedían a los bienes y servicios que allí se estaban instalando. En un estudio de la Universidad de Valencia y de Barcelona, se comenta que, en el año 2012, la Asociación de Vecinos del barrio realizó un censo poblacional que evidencia la permanencia de 28% de los residentes tradicionales, adelgazándose el porcentaje a 16,7% en la actualización del año 2013. El 61% de las familias debe subsistir con ingresos mensuales iguales o inferiores a 245 euros y 40% de ellas comparte su vivienda con otra o más familias.
Hasta ahora hablamos en términos económicos y sociales, pero, ¿cuál es el rol de las culturas locales en este proceso de gentrificación?
El término gentrificación se refiere al proceso de transformación de un espacio urbano que se considera que está deteriorado o que está perdiendo valor de mercado, rehabilitándolo a través de distintas estrategias que incluyen el aumento de la demanda por espacios comerciales y residenciales, pero también utilizando la cultura como medio.
Usualmente, esto provoca que los residentes tradicionales abandonen el barrio hacia espacios más periféricos, lo que produce que este «nuevo» espacio termine por ser ocupado por clases sociales con mayor capacidad económica. Este proceso tiene especial relevancia en los últimos años en ciudades con importante potencial turístico y relevancia económica.
¿Qué lugar ocupa la cultura en este contexto que vemos cada día mas cercano? En un estudio de Martín Manuel Checa-Artasu sobre este tema, se analiza cómo el patrimonio cultural en la ciudad y su gestión, con la presencia de arte y de sus agentes y con las infraestructuras y equipamientos que genera la cultura como espacios de ocio y consumo, pueden ser parte de la promoción de la gentrificación, con un aspecto de apropiación cultural, o transformarse en la herramienta que permita el diálogo con las comunidades y evitar así la desconexión entre ciudad y cultura.
Sharon Zukin, en Landscapes of power, advertía del papel del capital cultural en los procesos y cómo los circuitos de este tenían una “gran facilidad para entretejerse con las dinámicas del capital económico en estos espacios en renovación”. Y esto se debe a que vivimos en un mundo en el que vivir en un espacio con referentes patrimoniales y con actividad cultural activa parece ser cada día más necesario. La pregunta es sobre qué culturas entran en esos espacios, quiénes son los decisores, y qué pasa con la cultura local cuando no se logra un diálogo. La participación de artistas locales, como demuestran algunos estudiosos de la gentrificación, es una “fuerza expedicionaria para la gentrificación de la ciudad”. La cultura es entendida, entonces, como un bien o servicio que puede reportar un beneficio económico directo para las ciudades, sea a través de estrategias vinculadas a la construcción de imagen para el atractivo turístico o como propiamente una industria o sector para el desarrollo económico, las industrias creativas (Fátima Vila).
Uruguay tiene algunos ejemplos claros, de los buenos y de los otros. Varios gobiernos locales han logrado la vinculación de la cultura como transformadora de la realidad de un barrio con resultados diversos.
En Maldonado podemos ver el Centro Cultural de Maldonado Nuevo que, una vez que se consultó al barrio y se construyó desde una dinámica comunitaria, se logró que esa infraestructura cultural se incorporara al espacio. Cuando ese espacio abrió, según narran las autoridades, no había participación de la comunidad. Lo que había faltado era ese diálogo social, estudio de impacto en la cultura local, y el barrio le dio la espalda. Unos años más tarde, quienes ahora gestionan el espacio recorrieron el barrio y conversaron con vecinos y vecinas, validaron el espacio y si uno lo visita hoy, sólo ve jóvenes y adultos disfrutando, aprendiendo, construyendo ciudadanía e integrados al proceso. Tan así, que es uno de los Centros Culturales Nacionales que se están inaugurando.
Otro proceso emblemático es el de los SACUDE en Montevideo. Estos ejemplos trabajaron de manera cercana con las comunidades y así hoy los vecinos ocupan, se apropian, utilizan y más que nada los defienden con un gran sentido de pertenencia.
Hace unos años, el entonces director del Gran Teatro Nacional de Lima comentaba que habían construido el teatro de espaldas al barrio. Una de las salas más importantes del país, y su director, reconoció que las funciones se llenaban pero que la población, que vive en el barrio de San Luis, no asistía. Fue entonces que se acercaron al barrio y comenzó un diálogo y descubrieron que no sólo no iban, tampoco sabían lo que allí sucedía pues no se sentían invitados. Sólo dialogando se construyó una participación activa de vecinos.
En Uruguay se hizo el primer estudio de públicos del SODRE en 2021. Una persona dijo que no iba porque no tenía ropa adecuada que ponerse. Nada más que agregar.
Revitalizar barrios, crear infraestructuras culturales, es importante, muy importante. Pero en esos lugares viven, conviven, construyen identidades y practican cultura varias personas. Llegar a destruir para imponer una manera de consumir bienes y servicios será siempre negativo sin antes validarlo con quienes allí viven. Gentrificar la cultura es, justamente, eso: invisibilizar y hacer desaparecer lo local en pos de un consumo hegemónico que no conecta con aquellos que viven en esos espacios. Lo global y lo local, más que nunca, deben converger para generar el valor agregado cultural que cada territorio tiene para aportar.
No es buscar una sola manera de entender la cultura local, sino comprender la diversidad y que todas sean consideradas.
No es perder identidad local, sino potenciarla como ese valor agregado único que puede traer en territorio.
No es unificar y homogeneizar las comunidades, sino defender el patrimonio social que nos hace distintos y libres.
Por Martín Inthamoussú
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