Por Paula Barquet
PaulaBarquet
Una voz lejana llega distorsionada con una simple base de teclado. Avisa: “El amor después…”.
El amor, ya sea 30 años después del lanzamiento del disco más exitoso, o 10 años después del último gran show en Uruguay, o apenas un año después de una aparición casi en solitario y todavía pandémica, se le nota en el cuerpo a Fito Paéz cuando pisa el escenario del Antel Arena. Se presenta a los saltos, eufórico desde el vamos, dispuesto a ofrecer el corazón y todo lo demás. “Qué hermoso estar en casa otra vez. Vamos a hacer de esta una noche hermosa”, propone.
“El disco va de pe a pa, entero”, anuncia entonces, y desea “buena suerte” a los músicos que lo acompañan a lo largo del escenario. Entre ellos, Diego Olivero en bajo, Gastón Baremberg en batería, Juan Absatz en teclados y coros, Juani Agüero en guitarra, Vandera en guitarra y coros, y Emme (Mariela Vitale) en voz y coros. Todos visten en tonos de negro; Paez, de blanco.
“Dos días en la vida”, “La Verónica”, “Tráfico por Katmandú”, y así uno a uno van cayendo los hits, en el orden ya conocido. En esta parte del show, sin sorpresas para los fieles de El amor después del amor (1992), el rosarino dosifica la intensidad. Le da espacio a la voz de Vitale, a quien llama su “primerísima dama” —la única mujer de la banda— y le hace reverencias. También aprovecha para intercambiar gestos cómplices con su novia, Eugenia Kolodziej, sentada contra las vallas del escenario. Él le canta con la mirada fija; ella anticipa sus movimientos y los imita.
Le siguen “Pétalo de sal” (se la dedica a Luis Alberto Spinetta) y luego “Sasha, Sissí y el círculo de baba”, en la que Páez actúa con mímicas cada línea de la historia cantada: el arma, el faso, la explosión.
Es momento de “Un vestido y un amor”, y todo el Antel Arena se une a la canción que compuso para Cecilia Roth. Los paneles del fondo proyectan la bandera argentina cuando la letra dice “ya sé, no te hace gracia este país”. Páez da muestras de que conserva el registro amplio y entona con precisión y sin dificultad “te vi, te vi, te vi”.
En “Tumbas de la gloria”, se sincera: “Estas son las canciones que escuchás por ahí y decís: esta no la hice yo, claramente”. Sonríe con el orgullo de saberla buena. En el estribillo le pide a “Montevideo” (siempre personificada) que cante sola. Espera. Pide más.
Tal vez no del todo satisfecho, no deja ni reposar el último acorde y suelta: “Bienvenidos a La rueda mágica”. Entre la melodía irresistible del comienzo, los aplausos y la energía que cambia por completo, Páez empieza a recibir lo que necesita. Se saca los lentes, se arregla el pelo, arenga con las manos. Al final, califica el desempeño general: “¡Excelente!”.
La emoción vuelve a bajar con “Creo” y aparece la versión reflexiva del artista. “Yo creo. A veces creo, a veces no creo. Cuando creo, creo”, lanza. “América es una sola, y el día que explote todo vamos a salir todos volando”. En “Detrás del muro de los lamentos” se lucen la guitarra, los coros y la percusión, y Páez vuelve a pedirle al público entrega, esta vez con palmas. “Vamos, Montevideo, que no es tan difícil: un 6x8, es sexy”, alienta. Mientras, él ensaya un bailecito con sus brazos.
“Ahora se prenden todos los teléfonos, eh. Todos, todos, todos”, exige cuando ya suena el comienzo de “Brillante sobre el mic”. “¡Falta un montón!”, reclama implacable. Ya en clima, el público hace todo bien: se pone de pie, levanta los celulares, mueve los brazos siguiendo la música, hace el clásico vaivén con la cabeza. Aparece una batería que le da algo más interesante al tema más trillado. “Yo vi tu corazón… la última vez caminando por la Rambla”, bromea él para sacarle densidad.
Y seguirán los cambios de letra con “A rodar mi vida” y con un Páez más extrovertido: “Hoy compré revistas en Montevideo”, dice. Salta, baila, disfruta. E insiste: “Quiero salir, sí (con vos), quiero vivir (sin vos)”. Y antes del “cha-na, cha-na-na” del final, exhibe otra vez el bailecito algo torpe con los brazos.
“Me voy a poner guapo”, anuncia entonces. Fin de la primera parte.
Para Pablo
Vuelve con un traje verde electrizante, pero se sienta al piano y canta, entregado por completo, una dolida versión de “Para vivir”, de Pablo Milanés, que falleció esta semana víctima de un cáncer. Cuando termina, se pone de pie y se inclina ante el rostro del cubano proyectado en la pantalla. Llora. Se cubre los ojos con las manos. Le da tiempo y lugar a la tristeza.
Un par de canciones después, contará: “Ustedes no lo vieron, pero cuando terminó lo de Pablo, vino Ruben Rada a darme un abrazo”. El uruguayo se había dejado ver en las primeras filas antes del comienzo del show, al igual que Emiliano Brancciari y otros músicos locales. “Pablo es familia. No se hacen las personas así. Queremos y amaremos por siempre a Pablo Milanés”, expresará, conmovido.
El director de orquesta
Aún afectado, pero determinado a seguir —y con cierta rebeldía, o tal vez rabia por la muerte de su amigo—, se despacha con “El diablo de tu corazón”. Luego retoma con “Al lado del camino”, aunque no logra la potencia que le suele imprimir en los recitales. Esta vez la canta como si la hablara: serio, con el ceño fruncido por momentos, casi quebrado al final.
Y aunque se extraña la exuberancia en esa, seguramente una de sus mejores creaciones, enseguida se da oportunidad de reponerse con “11 y 6”, y el público le responde con calidez. “Qué lindo que cantás, Montevideo”, agradece.
Se oscurece el escenario y es tiempo de bailar con “Circo beat”. Sacude la cabeza, mueve la cola sin generar mayor revuelo, y anuncia: “Ahora tenemos que hacer rugir a la ciudad. Y este es el primero de tres (shows) así que los voy a medir, no me queda otra”. Divide el Arena en tres para repartir coros. La primera prueba falla. “Parecen salidos de una tuberculosis”, diagnostica. “Esto no es un espectáculo nada más. Los quiero sentir”. Finalmente se conforma, o eso parece.
Y entonces se da el punto más alto de la noche. Los instrumentos empiezan a sonar de a uno, cada vez más intensos, en un ascenso penetrante con él como director de orquesta. En cuanto los hace funcionar a la perfección, se sienta al piano con sus lentes mal colocados en la frente y espera. Levanta la mano, luego extiende el dedo índice como señal. Espera otra vez. Se da media vuelta y corrobora el sonido. Ahora sí, “Ciudad de pobres corazones” explota, imponente, acompañada por imágenes en movimiento de una urbanidad fría y corroída en blanco y negro.
Páez se energiza. A sus lados aparecen el bajista y el guitarrista, y él les estampa un beso en la cabeza a cada uno. “En esta puta ciudad todo se incendia y se va”, canta con desprecio y mueve los brazos hacia adelante: “Matan a pobres corazones”, repite ensimismado. La banda se luce, Agüero hace magia en la guitarra con sus dedos de uñas pintadas de rojo, y el rosarino sonríe de costado.
Todo está en su lugar. Se despide.
Qué favoritos
Para el “bis”, Páez tiene guardados un traje color rojo coral y dos infaltables: “Dar es dar” y, antes de que alguien pueda recobrar el aliento, “Mariposa tecknicolor”.
“Gracias Montevideo, una vez más”, expresa con las manos dentro de los bolsillos y el cansancio inocultable. “Gracias, Montevideo, por tanto amor y tanta entrega. Qué favoritos que son. Los amo tanto”.
Luego de presentar a la banda y elogiar a cada uno de sus miembros, insiste con agradecer: “Gracias, amores míos. Hoy también lo despedimos a Pablo Milanés y fue muy emocionante compartir ese momento con ustedes”.
En el final, una imagen se impone. Fito Páez se ubica de espaldas al público, abre los brazos, y agita los dedos como pidiendo más de su Montevideo. Esta lo aplaude, grita que lo ama y lamenta lo inexorable. Él sabe que habrá más.
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