Aunque no sigo muy de cerca los multiversos de DC ni de Marvel, y la mayoría de las películas no las vi, hace poco quise darle una chance a la recientemente estrenada Flash, en una de las tantas salas donde se exhibe. Soy de los que creen que el único superhéroe es Batman y todos los demás poco tienen para aportar al concierto mundial de excéntricos mesías que velan por la paz y están del lado de los buenos. Por otra parte, nunca me gustó eso de los “superpoderes”. Básicamente significa que una cualidad humana es llevada a casi al infinito, y eso los empareja a todos. Todos son semidioses que difícilmente puedan morir o ser vencidos. Pero Batman no. Batman se la banca. Con su traje y sus batijuguetes combate a los enemigos más perversos, usando, un poco la tecnología, y, otro tanto su astucia y pericia para hacer lo que la policía no puede. De hecho, si me decidí por Flash, en la magra oferta de los cines, que cada día más, salen perdiendo frente a la oferta de las plataformas, fue precisamente porque estaba el hombre murciélago. Y no cualquiera. El primero, el verdadero. El que nos marcó a todos los que lo vimos en el cine, allá por la década del noventa. El inigualable Michael Keaton.

Sin embargo, mi felicidad nunca se terminó de consumar. Apenas comenzaron las sinopsis de otras películas entendí que estaba en la función equivocada, y que me había, descuido mediante, expuesto voluntariamente al peor de los oprobios cinematográficos: no ver la película en su idioma original, sino doblada a un castellano licuado, indistinguible, otrora llamado neutro, pero que de neutro no tiene nada pues es generador de los sentimientos más xenófobos que uno es capaz de articular, cuando presencia aquella irreconciliable desconexión entre la actuación de un actor y esos labios desfasados de los que sale una amorfa, plástica, caribeña e infradotada sucesión de frases y exclamaciones que echan por la borda cualquier guion, efecto especial o recuerdo de la infancia. Es difícil, a partir de ese momento, tomar en serio cualquier trama, y uno no puede dejar de reparar obsesivamente en ese detalle —nada menor— del mismo modo que uno no puede dejar de reparar en el sonido de un tuboluz si se encuentra solo en una habitación y pretende abocarse a una tarea. Toda mi atención se la llevaba aquel acento atroz, síntoma de una batalla cultural que venimos perdiendo hace rato y que se inscribe en el mundo que nos toca vivir, donde de lo que se trata es de extraer placer de cualquier situación, a toda costa, sin esfuerzo de ningún tipo. Todo debe venir diluido, debe estar a la mano, debe ser digerible, condescendiente, amigable, y si un producto se aleja de estos tótems estéticos, se lo desecha por ininteligible, complejo o tedioso. Me pregunto, ¿cómo haremos hoy para leer El Quijote, Los miserables, el Ulises de Joyce, La Biblia o La Fenomenología del espíritu, cuando nuestra cultura está emperrada en crear un nuevo sujeto cuasi analfabeto, regido por sus impulsos más bajos, narcotizado por los estímulos de los gadgets, que generan dependencia farmacológica como si de una droga se tratara, y para colmo de males, se alimenta con golosinas, es sedentario y ve fútbol uruguayo?

De las veinte funciones donde se puede ver esta película del bólido humano, en catorce está doblada —sí, ¡en catorce!—, mientras que en cinco está en inglés con subtítulos en español y en una —en el shopping de Rivera— está doblada al portugués. Frente a este panorama desolador, cabe preguntarse desde cuándo este atropello a las buenas costumbres nos viene arrinconando. Si se debe a una demanda de un público desclasado culturalmente, o si al revés, como en la metáfora del huevo y la gallina, el mainstream cultural-comunicacional-político-adoctrinador está muy deseoso de crear a este inválido e impotente sujeto hipotético, que, cada día más, tenga menos recursos y herramientas para distinguir lo sublime de lo abyecto, y sea presa de la oferta, que lo llevará sin resistencia a los lugares correctos en los momentos correctos para así ser cómplice reproductor de la cultura del fast food, del “use y tire”, de las grasas trans, de la comida enlatada, de las canciones monocordes, de los hits de una semana, de los Grammy latinos, de la basura emergente y los crápulas tahúres de la pestilente coolificación de los cuerpos y de las mentes. 

Cuando una película se dobla y no se respeta el idioma original, lo primero que opera allí, además de lo que venía exponiendo, es una ignorancia supina en relación a en qué consiste el fenómeno de la actuación. El actor, así como usted o yo, antes de hablar, pensamos. No digo que necesariamente el habla es una copia perfecta del pensamiento, porque sería una afirmación al menos problemática, pero lo cierto es que la voz que sale de una boca, tiene su origen en una mente, espíritu o cerebro que previamente, razonó, pensó, recordó o imaginó, y que recién luego, es capaz de articular un enunciado con sus texturas, matices y entonaciones. Ver un actor actuando, y por lo tanto pensado, y que luego, de manera artificial, torpe y obscena, se le estampe como pastiche un diálogo ajeno e impersonal, convierte la actuación en una monstruosidad. El actor pasa a ser un muñeco de cera, un avatar o un consolador virtual tamaño hombre —o mujer—. El sujeto hipotético, el huérfano cultural, el pastabasero del buen gusto, frente a este latrocinio, no sólo no se inmuta, sino que lo festeja, y disfruta del fenómeno artístico, sin sospechar, ni pretender hacerlo, de que lo han estafado, de que lo han denigrado, de que han subestimado su inteligencia y sensibilidad, y, en lugar de un plato gourmet, le han dado comida para perros. Lo más desolador de todo, tal vez, sea que no quiere salir de esta caverna estética, ni abandonar la cómoda oscuridad de la ignorancia y enfrentarse a otras experiencias estéticas más extensas, menos hegemónicas, más contraculturales, políglotas o minimalistas. El ignorante cultural, al igual que el adicto, quiere su sustancia, su efímera ración de basura a la medida de su intelecto —o su dependencia—, para así sentirse falsamente saciado, y en menos de lo que canta un gallo, ir a revolver otras volquetas como radio Disney, Malos pensamientos, Santo y seña, “el carrito de pocho”, trap o Mercedes Vigil. Así las cosas, todo se vuelve esperable, predecible, una tautología abominable donde no hay sorpresas, ni plot twist en estas monocordes existencias grises, que, para colmo de males, luego dirán que todos los políticos son iguales, y votarán anulado o en blanco —en el mejor de los casos— o peor aún, al demagogo de turno que salga a prometerles el oro y el moro y a decirles que merecen un país por el que no están dispuestos a hacer nada. Ni siquiera mirar una película subtitulada.

Semejante ausencia de principios, tal resignación frente a la vida, y carencia total de intenciones de embarcarse en cualquier proyecto cuya gratificación venga en un mediano o largo plazo, deteriora la urdimbre social y hace que donde hubo rock, ahora abunden las franquicias de supermercados y farmacias, que se repiten, cuasi anémicamente, por toda la ciudad. Una especie del burgués de Antonioni, pero sin plata, desclasado, cuasi analfabeto y uruguayo. Luego nos preguntamos —y lo más insólito, ¡nos sorprendemos!— cuando se le pregunta a un joven qué aspira en la vida, y las respuestas que más abundan son “ser youtuber”, u otros, los más lúcidos, que ambicionan y tal vez idealizan —aunque no se los puede culpar— emigrar a Europa o Estados Unidos. El lado más oscuro del tedio de una sociedad agonizante y parapléjica se evidencia en la cifra de la que todos nos escandalizamos pero de la que nadie habla: la tasa de suicidios más alta de todas las américas.

El lector podría sentirse un poco inquieto y preguntarse a cuento de qué, este humilde columnista ha atado tanta cosa a un dato tan poco relevante como el hecho de doblar las películas. Creo que la duda y el reclamo es legítimo, pero mi diagnóstico, aunque no es nada original, pretende mostrar que en la urdimbre social, los fenómenos no se dan de manera atómica, y que, del mismo modo que si vemos que aumentaron las bocas en un barrio, no pensamos que el problema acaba allí sino que se extiende al resto de la sociedad, y que podemos vaticinar daños colaterales. En mi modesta opinión, que se doblen las películas es una pequeña boca de pasta base abierta en las entrañas de nuestra cultura, y que, conforme han pasado los años, se han ido reproduciendo, y los jóvenes consumidores de hoy, son los que mañana distribuirán, venderán y cometerán oprobios y delitos, que del mismo modo que hoy nos sucede con los suicidios, suscitarán nuestra indignación, pero no habremos hecho nada para detener a tiempo la lógica consecución de los acontecimientos. Los niños y jóvenes que hoy se la comen doblada, serán los adultos que no habrán aprendido, y ya no les interesará si quiera saber, qué otra formas hay de cocinarla, decorarla, presentarla, y finalmente degustarla, antes de comerla.