Por María Antonella | @antoinella.jpg

Muchos hemos visto un desfile. No es necesario sentarse con la intención de hacerlo, un desfile puede estar en muchas partes. Existen personas que van caminando por calles principales en búsqueda de atención, y que eligen lo que se van a poner para acompañar su caminata. Eso, en la cotidianeidad, es interesante de ver. Puede gustar, o “provocar”, pero se genera información.

Dentro de la matriz estudiantil, con algunos de mis colegas, conservamos la exigencia de salir siempre con alguna pieza de nuestra autoría. Esta dinámica no la inventamos nosotros, es uno de los formatos expositivos que dan comienzo a finales del siglo XIX con el diseñador Charles Frederick Worth, a quien antes se lo denominaba como costurero o modista. Los diseñadores no eran licenciados ni iban a universidades, aprendían en talleres con la práctica y recién después de dominar el oficio, en sus tiempos libres, comenzaban procesos de creación. Su forma de ofrendar era como ir a una galería de arte, se selecciona algo que ya está expuesto o se contacta al artista para efectuar versiones.

Como el pintor tiene sus bastidores y lienzos donde plasmar sus técnicas, el modista utiliza maniquíes, los cuales nunca abandonan, pero dadas las herramientas de la modernidad, un diseñador no lo necesita, es un objeto que podés tener en tu taller, o no. En su momento, el maniquí era lo único que te servía para exponer tus prendas, como cualquier vidriera. Aunque a Worth le incomodaba poner ropa en cuerpos moldeados, todos iguales, sin una personalidad y sin deseo alguno. Necesitaba expandir la experiencia a sus principales clientes. Por lo tanto, instauró eventos para llamar a la socialité a ver sus piezas, con la excusa de proporcionarles fiestas exclusivas.

Más tarde, en 1920, Chanel y Schiaparelli sostienen la idea de festejos privados donde ni un fotógrafo puede asistir por miedo al plagio, pero ya con la consigna de que en un momento de la noche hay que sentarse a observar una pasarela tal y como la conocemos. Tiene sentido, porque sino la performance y la exposición pasan a segundo plano ante la ambición de aumentar el capital social.

Foto: Desfile en Connecticut (1947).

Esto no duró demasiado. En 1943, se creó la New York Fashion Week, la primera semana de la moda que se realizó a consecuencia de la situación con París, donde la entrada al país era dificultosa en relación a la Segunda Guerra Mundial. Más allá de conocer el prototipo estadounidense, este evento lo creó Eleonor Lambert, una publicista enfocada en moda. Se desarmó la idea de exclusividad, se le abrieron las puertas a fotógrafos, colegas diseñadores, famosos y todo lo que ya se estableció y perdura hasta el día de hoy.

Estos eventos, si bien vienen acompañados de un registro audiovisual, mantienen un formato coreográfico, un espacio en el piso, vacío y alargado, por donde caminan personas altas y flacas (si bien, a veces, se abre espacio a cuestionar la mirada inclusiva de los cuerpos). Esa es la propuesta más convencional.

No hay nada como ver una performance en persona, estamos muy acostumbrados a la sobreestimulación en pantallas, nada nos termina de conmover. La presencialidad nos capta, pero los dispositivos electrónicos nos dieron un acercamiento que, hasta el día de hoy, nos propone de manera excesivamente invasiva cómo vestirnos. Es interesante ver a personas latinoamericanas buscando estilizaciones europeas, y más aún, que forjen identidades.

El último reajuste notorio sobre la mirada de los desfiles está impulsado por la pandemia, ya que nadie quería salir de su casa para ver un evento de esta índole. Es, entonces, que las marcas se dieron cuenta de que la única forma de llegar a sus compradores era rearmando los montajes y el registro audiovisual en formatos más complejos. Es decir, para mostrar en Youtube, Instagram y Tiktok, que son las plataformas que luego le afirman a los diseñadores artistas que es un facilitador de exposición y una parte del todo.

Pero esto no es tan fácil como parece, no es mejorar la iluminación, ni reacomodar las cámaras, hay que ser “viral”. ¿Cómo se puede ser visto sin hacer algo exagerado o estimulante? ¿Cómo decido que mi trabajo como diseñador pasa a ser poco importante, en relación a la intención de exponerme?

Si bien esa demanda es clara, existen numerosos trabajos multidisciplinares que no sólo sirven para exhibir en esta crisis, sino que subieron la exigencia hasta el día de hoy, para todas las marcas hegemónicas.

En consonancia con el acercamiento cinematográfico y lo performativo, Maison Margiela, en exploración continua y en una búsqueda de abandonar cualquier exigencia capitalista, realiza un fashion film llevado a cabo en una sala fotográfica. Los primeros atuendos son en un portafondos blanco con una cámara fija que hace zoom a los detalles de cada pieza. Luego de unos minutos, hay un paneo que modifica la escena, se gira y muestra todo el set, donde también hay modelos, percheros —el desorden típico de una producción de fotos—, y todo se torna surrealista con rostros pálidos, músicos tocando instrumentos de viento, pero se juega con la idea de que todo está ocurriendo en un galpón deshabitado. Los modelos tienen una presencia muy atractiva, ya que, además de portar las prendas, determinan lo que va a pasar en cada espacio al que van con sus movimientos. 

Enfants Riches Déprimés, o en castellano, “los chicos ricos deprimidos”, es una marca fundada en 2012 por Henri Alexander Levy. Un chico de 21 años con una marca que, si bien no es homónima, él mismo considera que sí, ya que es un hombre rico, deprimido y adicto a distintas drogas. Que es artista plástico, pero que comienza su marca sin saber demasiado de la industria, aunque teniendo sus respectivas conexiones y capital económico. Estas características alevosas, lejos de quitarle mérito, lo aproximan a una escena de la cual se hace cargo, materializando este desfile ambientado en un antro de mala muerte, con personas apostando en las mesas aludiendo a una suerte de casino clandestino. Los modelos atraviesan la habitación con sus atuendos oscuros, sus rostros pálidos, con armas y atados, o ropajes desabrochados en mujeres. De fondo, se escucha una banda de rock y, de vez en cuando, gritos de chicos jóvenes peleando con sus padres y pidiendo dinero desesperadamente.

Indagando dentro del prospecto de marcas establecidas, se puede decir que cada proyecto tiene su idioma y su ideología añadida al modo de trabajo, una estética que acompaña a cada prenda y una razón de ser, preguntas y preocupaciones sobre el futuro, o el no futuro.

Es cautivante observar cómo ningún impedimento es limitante para la industria en sí misma o, mejor dicho, una oportunidad para expandirse hacia otras ramas del arte. El intercambio con cantidades exorbitantes de técnicos y creativos o, en el caso de los nuevos diseñadores, las ganas de hacer con un espectro amplio de referencias de otros espacios, nada que ver a lo que venimos conservando, intentando alterar el "imposible" como práctica principal.