Por Fernanda Kosak
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Ignorar la salud mental en general, minimizar el dolor físico de las mujeres o tildarlas de locas no es patrimonio de nuestros tiempos. En la Gran Bretaña del siglo XIX, la enfermedad que por defecto se le diagnosticaba a cualquier mujer que sufriera de lo que hoy llamamos depresión, ansiedad o cualquier trastorno se llamaba “histeria femenina”, y uno de los remedios era llevar a la mujer al “paroxismo histérico”. ¿Qué quiere decir esto? Alcanzar el orgasmo (del griego orgasmos, que quiere decir hinchazón o plenitud).
Pero el placer femenino no entraba en la ecuación. Alcanzar ese paroxismo no era un acto de goce, era de erradicación de una dolencia. De hecho, quien debía llevar a la mujer manualmente al clímax era el propio médico. Y lo hacía estimulando con sus dedos el clítoris de la paciente. Hoy esto solo es concebible en la trama de alguna porno trillada.
Es entonces, recoge el estudio de la investigadora Rachel Maines, en su trabajo “La tecnología del orgasmo”, que nace el primer vibrador: para ahorrarle al médico minutos, sino horas de extenuante trabajo de masturbación médica. Y, al principio, los vibradores funcionaban a vapor o lanzando chorros de agua (¿el origen de quienes hoy se masturban con el bidet?). Es decir, imaginen que esos vibradores se parecían más a los aparatos que usan los dentistas que a los simpáticos aparatos que hoy tenemos en nuestros cajones.
En 1883, el doctor Joseph Mortimer (¡gracias, Joseph!) decide producir un vibrador de mano, que se conectara a la corriente para funcionar. Es pronto adoptado por otros médicos, pero también empieza a ser adquirido por mujeres para sus hogares. Recuerden que hasta ese momento a ningún varón le importó o asoció placer femenino con este aparato médico. Por lo tanto, no estaba visto como un objeto pudoroso, pervertido o siquiera sexual. Entonces, los vibradores eran publicitados en revistas para el hogar como “masajeadores” para curar dolores de cabeza, masajear el rostro, reducir arrugas y tener a las mujeres felices. Menos lo de las arrugas, es todo bastante inobjetable.
Fue en 1920 cuando el velo de la culpa y el pudor alcanzaron al vibrador, gracias a sus apariciones en películas pornográficas. El vibrador cayó en desgracia y el olvido por muchísimos años hasta 1968, cuando la marca japonesa Hitachi relanzó el Magic Wand (un vibrador con una cabeza como de micrófono para masajear el clítoris). Modelo que, hoy sigue usándose y copiándose. En los 90 se inventa el Rampant Rabbit, un vibrador que quizá sea el primero que nos viene a la mente hoy, con forma fálica y una protuberancia al costado hecha para estimular el clítoris al tiempo que se usa la parte larga para penetración. También, el conejo sigue liderando ventas hoy, aunque ahora hay vibradores de todo tipo, forma y color. Y aunque la industria de los juguetes sexuales está muy nutrida de otra variedad amplísima de productos, el vibrador sigue siendo el buque insignia.
Desde los 90 hasta ahora, los sex shops fueron aflorando con timidez pero ritmo sostenido. Si bien por años se identificaron con algo más privado y —qué palabra cliché— tabú, hoy se están empezando a percibir como algo menos “prohibido”. Cada vez más marcas —como Vibras—, pero también medios de prensa, productos de ficción y hasta influencers están colaborando para que el vibrador salga de su destierro del cajón. Cada vez más está volviendo a ser un producto sin tanta carga simbólica y más un objeto que nos mejora la vida. Como tantos otros tenemos.
*Fernanda Kosak es comunicadora, periodista y empresaria. Trabajó en diario, radio, televisión y escribió el libro periodístico La mansión del sexo (Fin de Siglo 2020). Hoy conduce un programa en Del Sol FM y dirige el sex shop con perspectiva de género Vibras.
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