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Contenido creado por Manuel Serra
Historias
Las vueltas de la vida

De amante del chivito al activismo: ¿cómo se hace vegano un uruguayo?

Nuestro país tiene una cultura indisociablemente ligada al uso de animales, pero ¿esta es la única posible?

19.08.2022 11:57

Lectura: 7'

2022-08-19T11:57:00-03:00
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Por Joaquín Osimani Gil
[email protected]

Era el año 1611 cuando Hernandarias traía a estas tierras un animal exótico sin saber la repercusión que tendría, que determinaría la cultura y la economía de lo que hoy conocemos como Uruguay. Cuatrocientos años después, el cuestionamiento sobre dicha tradición es un tema candente que emerge en nuestra sociedad.

En el Uruguay de Hernandarias nací yo, familia de clase media de ascendencia italiana, asados los primeros de mayo, paseos con la escuela al zoológico Villa Dolores y veranos en Rocha con montadas a caballo e idas a pescar al arroyo Valizas. En cada salida a comer pedía religiosamente mi plato favorito: chivito al pan. Ya de niño me consideraba un experto en la materia.

Años después, en facultad llegué a diseñar un parrillero móvil de alquiler para promover la tradición de los asados en la vereda, que está en declive en muchos barrios antiguos. Estudiamos la antropología del asado en libros de Gustavo Laborde (referente en antropología de la alimentación de Uruguay) y encuestamos puerta por puerta a los vecinos del barrio Palermo.

El proyecto se viralizó por las redes de todo el mundo: fue compartido más de 200 veces en Facebook. Recibimos cientos de mensajes y comentarios en varios idiomas, e incluso fuimos invitados a una entrevista radial en Argentina.

Los comentarios desbordaban de entusiasmo y orgullo: “¡Capos!”, “¡Manteniendo el uruguayismo, cueste lo que cueste!”, “Esperemos ver muchos por las calles”, y muchos etiquetaban a sus amigos, como para ir planificando el próximo plan del verano.

Montaje conceptual del parrillero móvil.

Montaje conceptual del parrillero móvil.

De la nada, un render digital hecho para una materia de facultad parecía que ya pasaba a formar parte del acervo cultural de la gente y que, en sus sueños, ya estaban tomando mate con agua calentada por sun mientras hacían un asado en el parri-móvil. Había llegado a la cúspide de la uruguayez.

Sin embargo, entre la marea de comentarios elogiosos, había uno en particular que tenía algo diferente que decir: “go vegan” (“hazte vegano”).

En ese momento, la palabra “vegano” no existía en mi diccionario. Como mucho entendía al vegetarianismo, quizás gracias al restaurante chino de Tristán Navaja o algún personaje de televisión como Lisa Simpson.

La primera vez que escuché quiénes eran los veganos, mi reacción fue como la de cualquier uruguayo que se enfrenta a este concepto: “¡Qué extremos! ¿No toman ni leche? ¡¿Si ni siquiera hay que matar a la vaca para sacarle la leche?!”. En mi imaginario, el vegano estaba más o menos al mismo nivel que el terraplanista: gente extrema, ignorante, sin argumentos lógicos y, para agregarle dramatismo gratuitamente, quizás se vinculaban a algún culto o secta religiosa.

No me imaginaba en ese entonces que tres años después… yo mismo terminaría haciéndome vegano.

¿Pero cómo un uruguayo amante del chivito y diseñador de parrilleros decide convertirse en vegano?

Y antes de eso, ¿por qué tenía tanto rechazo hacia algo que desconocía?

Mi vida entera había estado expuesta a un concepto romantizado de la explotación animal, resultado de una cultura que gira fuertemente en torno al especismo: la ideología invisible que ve a los demás animales según su condición para ser usados a beneficio humano, sin considerar moralmente sus capacidades y voluntades propias, y sin conocer ni considerar las alternativas que hoy en día tenemos como especie.

Realmente no tenía idea de si mataban o no a las vacas lecheras (o si la muerte era lo único malo que podía pasarle a un animal), pero la existencia de los veganos me irritaba porque quizás tenían argumentos que no estaba considerando… lamentablemente, como suele pasar hacia el diferente, era más fácil etiquetarlos de “locos”, así me lavaba las manos y continuaba comiendo mi chivito sin tener que cuestionarme nada.

Curiosamente, una de las primeras personas que me hizo reflexionar sobre este tema fue una muy querida amiga china, de familia budista, que me recomendó ver un documental llamado Earthlings. Originalmente narrada en 2005 por el actor vegano Joaquin Phoenix, la película es mundialmente conocida por mostrar la cruda realidad que viven los distintos animales en manos de los humanos para hacer comida, ropa, experimentación y entretenimiento.

Varias veces tuve la intención de verla, pero no me animaba. Sabía que era una realidad que no quería conocer porque quizás me haría sentir culpable, me haría cuestionar mi identidad, mis valores. Me costaba salir de la cómoda “ignorancia voluntaria”. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Sin embargo, esa situación me generó un montón de reflexiones:

¿Por qué participo y financio algo que ni me animo a ver en una pantalla?

¿Por qué las industrias, si son tan respetuosas con los animales, no muestran públicamente sus procedimientos?

¿Por qué usan términos como “bienestar animal” y “faena humanitaria” en situaciones que solo podemos ver gracias a activistas infiltrados con cámaras ocultas en granjas y mataderos?

Irónicamente, luego de todas esas preguntas y reflexiones, terminé dejando de comer animales sin necesidad de ver el documental. Ya no me sentía cómodo mirando para el costado, sabiendo que algo pasaba entre el animal que yo veía pastando al sol, al “producto” rojo embandejado en una góndola, inerte, sin ningún rastro de identidad de quien alguna vez fue.

Meses después decidí ver el documental y comprendí por qué el vegetarianismo no era suficiente. Al final, a las “vacas lecheras” sí las mataban, cuando dejan de ser rentables para el productor. Y no solo eso, sino que son embarazadas año tras año para mantenerlas en constante lactancia. Sus terneros, que no “sirven” para producir leche, también son enviados al matadero para venderse como carne de “ternera” y para extraerles cuajo del estómago, utilizado en la realización de quesos.

“Descarte lácteo” esperando en la entrada del matadero de carrasco. Foto: Joaquín Osimani.

“Descarte lácteo” esperando en la entrada del matadero de carrasco. Foto: Joaquín Osimani.

Lo mismo pasa con las gallinas ponedoras, las ovejas laneras, perros de criadero, y un sinfín de animales que son usados de formas perturbadoramente creativas, donde la muerte resultó ser solo uno (el último) de los muchos castigos a los que son sometidos por haber cometido el delito de nacer en el cuerpo de una “especie inferior”.

Al final, el veganismo, muy alejado de ser una dieta, un culto, o una postura extrema e ignorante, resultó ser simplemente pararme a analizar cómo está construida nuestra relación con los demás animales, qué prejuicios, mitos y conjunto de creencias forjaron durante siglos nuestra visión de uso y dependencia de ellos.

Han pasado más de tres años desde que me hice vegano y mi vida sigue siendo prácticamente la misma que tenía antes: mis análisis de sangre están mejor que nunca, periódicamente corro 10 kilómetros en la rambla, como churros y garrapiñada con amigos en el Parque Rodó, voy al cine, al teatro, toco música. Sigo veraneando en Rocha, y el chivito —vegano— sigue siendo de mis comidas favoritas, aunque ahora conozco cientos de sabores e ingredientes nuevos que ampliaron mi universo gastronómico.

Al superar el estigma, el conflicto interno y el miedo a lo nuevo, el veganismo terminó siendo la mejor decisión que pude haber tomado.

No es algo que me restringe, no es algo que “no me deja” hacer cosas, es ser consecuente con mis valores y el mundo respetuoso y pacífico donde quiero vivir.

Y, como no podía ser de otra forma, para terminar les invito a ver el documental que mencioné, traducido al español para que todos lo puedan ver.

Y si no se animan a verlo, quizás eso, al igual que a mí, les despierte alguna que otra reflexión.

* Joaquín Osimani es egresado de la licenciatura de Diseño Industrial (FADU, UDELAR), cursando tesis sobre economía circular. Es, además, investigador y activista vegano, y estudioso de lenguas y culturas asiáticas.


Por Joaquín Osimani Gil
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