Por Carlos Dopico
Carlos Dopico
Juana Molina tiene 60 años y, si bien su fascinación por la música se manifestó de forma temprana, lleva apenas la mitad de su vida dedicada a esa combinación de sonidos y silencios. En esas tres décadas desplegó un trabajo compositivo auténtico, manifestado en siete álbumes discográficos, que comenzó con un desplante de la crítica y terminó con el aplauso de varios artistas consagrados.
“Era todo producto de mi inseguridad”, remarca, convencida de su proceso personal.
Juana es una notable tejedora musical, una artista lúdica y genuina capaz de sumergir su canto entre distintas texturas y ambientes sonoros. Como si fuera poco, tiene una capacidad histriónica de la que dio sobradas muestras en los diversos programas de humor que integró en la televisión argentina.
En el terreno musical, desde un comienzo, identificó que las formas eran apenas un molde del que tempranamente quiso escapar. En cada etapa, corroboró que quería viajar sin destino, subir a un pulso, a una simple melodía, o apenas a un ciclo sonoro para elaborar su canción extended version, como ella prefiere definir.
“Son un montón de capas con ríos y afluentes que van haciendo cada uno lo suyo”, describe.
Antes de llegar el mundo del loop, ella ya había estado en él, usando el recurso sin las herramientas y repitiendo en bucles orgánicos lo que una máquina haría después. “Cuando tuve que presentar Segundo en vivo imaginé que los músicos se iban a aburrir de tocar todo el tiempo lo mismo”, confiesa para explicar por qué se lanzó de gira en solitario.
Uno de los primeros en confiar en su propuesta fue el exlíder de los Talking Heads, David Byrne, quien la invitó a salir de gira y presentó en persona durante 30 noches en Estados Unidos: “Eso es algo completamente inusual, imaginate. Eso me daba un peso y una aceptación de parte del público muy diferente a que yo fuera un telonero random que elige el productor del lugar”.
La música que hace está en el cruce entre lo experimental, lo indie pop y esa extraña combinación de folklore y electrónica. Guitarras, teclados, sintetizadores, loops y otros varios pedales conforman su set; un arsenal electrónico bastante grande para alguien que ama lo analógico y el estado zen.
Para Juana, el hallazgo debe ser en trance, casual, traer la presa artística sin salir de caza. “Cuando me siento observada, incluso por mí misma, aparece el concepto, la idea y el juicio, cosas que no le hacen bien a la música que estoy haciendo”.
La composición con otros, sin embargo, debe ser molecular, una fusión de elementos distintos que juntos conformen algo nuevo. “Una amalgama cuyo resultado y formula química sea distinta a la suma de cada elemento. Como si fuéramos átomos: yo soy oxígeno y vos sos hidrógeno, pero hacemos aire”, explica apasionada.
Su visita para tocar en Montevideo ya es una costumbre recurrente, pero su romance artístico con nuestro país comenzó bastante antes de cantar. Es fanática de Eduardo Mateo, a quien conoció de niña y reconoció de adulta, y también de la poeta Marosa di Giorgio, a quien compuso la pieza central de Un día: “Los hongos de Marosa”.
Con motivo de su próxima presentación en La Trastienda, el 21 de julio, conversamos con Juana Molina para LatidoBEAT.
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En 2020, en medio de la pandemia, su amigo Mario Agustín González halló varias cajas con cintas grabadas por el ingeniero uruguayo Carlos Píriz a principios de los 70. Allí, además de las pistas originales de Musicación 4 ½, que reeditaron tras fundar el novel sello Sonamos, identificaron material sobre Diane Denoir y Urbano Moraes.
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¿Han podido rever ese material? ¿Tienen pensado publicarlo próximamente?
Es muy difícil porque todo se encareció de una manera muy difícil de sobrellevar, realmente. Y la producción en este momento no es inviable, pero casi. Entonces, lo que no podemos hacer, por ahora, es editar esos discos en vinilo —que es lo que a nosotros nos gusta—. Estamos por sacar dos: Una linterna de Candelaria Zamar y Carolo de Carola Zelaschi. Pero tenemos que elegir. No podemos darnos tantos gustos. Lo que vamos a editar físico en septiembre es lo de Candelaria y Carola. Eso ya está en proceso de fabricación.
Aquel hallazgo, encontrado justo en su 50 aniversario, provocó que concretaran la idea de armar un sello propio, Sonamos. Y uno de los primeros contenidos del sello fue Segundo, la reedición de tu trabajo discográfico número dos, del año 2000. ¿Cuál es el simbolismo para ti de aquel álbum? ¿Qué relación guarda con el primero, Rara (1996), producido por Gustavo Santaolalla?
La gran diferencia entre los dos discos es que uno medio que lo entregué a alguien que en ese momento sabía más que yo. Yo estaba muy insegura, todavía. Y si bien los arreglos son los mismos, es la intención lo que a mí no me termina de cerrar. Es por una cuestión personal; yo no estaba todavía armada musicalmente. No sabía que iba a encontrar algo. Cuando apareció Segundo, me di cuenta de que había encontrado mi camino.
Rara me gusta. De hecho, estamos pensando qué hacer con ese disco. Hay muchos fans de ese álbum y no sé cómo lo consiguieron porque desaparecieron las copias. No fue un disco que se haya distribuido. El que lo tiene es porque o me lo compró a mí o no sé. Son muy pocos quienes lo tienen.
¿El formato canción ya no representa tu búsqueda?
Es verdad que no me sale tanto. Creo que lo que hago son canciones extended version. (Risas.) Tiene una célula de canción, porque hay unas estrofas, unos versos, y hasta tiene como un inicio cancionístico, pero después arranca para otro lado. Rara es lo contrario, tiene toda la estructura. Cuando yo lo armé para presentárselo a alguien —finalmente a Santaolalla—, lo hice más canción de lo que era, le puse partes: un puente, un estribillo, pasajes para que se pareciera más a una canción.
Estaba un poco acomplejada en ese momento de mis estructuras lineales. Yo me metía a tocar aquello, me copaba, y me dejaba llevar por esa especie de mantra que proponían las canciones, antes de convertirse en lo que estaban siendo.
Entonces, trataste de amoldarte a la estructura formal.
Por entonces, al no tener claro lo que descubrí después con Segundo, trataba de amoldarme a la estructura clásica, o aceptada. Pero eso fue hace muchos años ya.
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Mientras transcurría la nota, Tinto —mezcla de galgo con pastor alemán—, uno de sus siete perros (Uvita, Mishigan, Santa, Nicolino, Pipa y Gordini), comenzó a llamar la atención. Primero lo hizo con aullidos, luego directamente subiéndose a la mesa. “Dame unos segundos que le voy a abrir”, advirtió. “Yo, además de ser su dueña, soy también la portera del lugar”. Retomamos.
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Segundo (editado en vinilo en 2022), además del álbum que te trajo nuevamente a vivir a Argentina luego de un exilio anímico por Estados Unidos, fue el disco que te puso en la senda de David Byrne. Hay un antes y un después en tu carrera después de que te invita de gira por Estados Unidos. ¿Cómo fue?
Él fue muy generoso en aquellos shows en vivo; salía todos los días, durante seis semanas, a presentarme. Eso es algo completamente inusual, imaginate. Eso me daba un peso y una aceptación de parte del público muy diferente a que yo fuera un telonero random que elige el productor del lugar. Ah, no, esta es la invitada de David. Él cada noche contaba cómo me había conocido. Me pareció de una generosidad muy grande, y por suerte yo la aprendí muy pronto y rápidamente. Es lindo cuando las buenas lecciones las aprendés de chica; rápidamente tenés un comportamiento similar cuando te toca estar del otro lado. Era increíble además el equipo que él tenía. El monitorista, que era un tipo muy preciso en todo lo técnico, se volvía loco cuando yo sacaba todos los cables para armar mi set. Era un quilombo, yo iba enchufando uno por uno. (Risas.) Un día vino y me dijo: “vos no podés trabajar así; tenés que tener una manguera, todos los cables agarrados y cada terminal con una etiqueta”. Él me la armó y yo pasé de montar el set en 25 a minutos a hacerlo en 8. Un tiempo impensable y con mucho menos riesgo. En esa gira yo recibí y aprendí mucho.
¿Viajabas con él?
No, viajaba en el bus técnico. En el de los músicos iban él, su manager y el grupo con el que tocaba en ese momento: bajo, guitarra, batería y seis cuerdas. No cabía un alfiler en ese bondi. Me ofrecieron viajar en el bus técnico, que tenía dos cuchetas libres, y acepté. De otra forma no lo hubiera podido hacer. Fijate que tendría que haber manejado todas las noches, y era manejar o dormir. Con esa posibilidad fue real. Fueron seis semanas increíbles.
Ahora, siempre que viajo a Nueva York él me va a ver. Siempre lo invito y él ya compró su entrada; no me deja invitarlo. Me dice: “Puedo comprar la entrada y creo que es lo que hay que hacer”.
Desde entonces él ha estado bastante pendiente de tu carera. ¿Lo sentís como uno de tus padrinos artísticos internacionales?
No sé, lo siento como un músico muy generoso. Lo ha sido con otros músicos también. Probablemente si yo viviera allá podríamos haber hecho algo juntos. A él lo llamás para tocar y va; está en miles de discos. Conmigo también habría hecho algo, estoy casi segura, pero nunca me animé a proponerle nada. A mí me gusta trabajar en el mismo cuarto. Eso de trabajar a distancia nunca me cerró. Pero algún día tengo que invitarlo a cantar o hacer algo.
En tu metodología, ¿podrías componer a medias? ¿O tener testigos en tu composición sería contraproducente?
Bueno, por eso te decía, al momento de componer me gusta trabajar en un mismo cuarto. Las únicas experiencias gratas que tuve haciendo música con otros fueron cuando yo tocaba algo y al otro le sugería otra cosa; se iba armando algo nuevo que no podríamos haber hecho ninguno de los dos solos por separado. Eso es lo que me gusta de las colaboraciones, que no se note que esto es de fulano y aquello de mengano, sino que sea una amalgama cuyo resultado y fórmula química sea distinta a la suma de cada elemento. Como si fuéramos átomos: yo soy oxígeno y vos sos hidrógeno, pero hacemos aire. Eso es lo que me gusta de componer con alguien.
¿Con quién has encontrado esa posibilidad?
Bueno, con Alejandro Fanov, principalmente [compositor y multiinstrumentista argentino con quien hizo AnB en 2003]. Era muy increíble esa capacidad de unirnos molecularmente; dos elementos completamente diferentes armábamos una molécula de otra cosa.
Y ¿cómo surge ese encuentro? ¿Cómo lo planteás: desde la zapada o de la propuesta consciente? Porque el mantra requiere de un proceso hasta llegar al lugar.
Puede ser de varias maneras, similares a lo que decís. Por ahí, yo tocaba una guitarra y a él se le ocurría inmediatamente otra o quizás un arreglo en el teclado. De repente, él programaba un sonido con una función equis y yo lo agarraba y le daba otra función que no tenía nada que ver para lo que estaba programado. Tipo: “Ah, pero ¿ese sonido es tal? Ah, nada que ver; está buenísimo”. Ese “nada que ver, está buenísimo” es la fórmula perfecta. (Risas.) Eso fue también lo que me pasó con Martín Ibarburu, cuando buscaba baterista para Rara. Todos los bateristas me decían que lo que había hecho estaba buenísimo, pero no era baterístico. Claro, yo lo había hecho con una máquina de ritmos. Y Martín lo que me dijo fue: “Pah, está buenísimo porque no es baterístico”. Fue lo mismo, pero con otro significado. Eso fue lindísimo.
Martín es un gran baterista, discípulo directo de Osvaldo Fattoruso.
Claro, Martín en ese momento tendría 18 años, fresco como una lechuga, y además tenía un entusiasmo brutal. Luego me fui de gira por Europa con él y Mariano Domínguez para presentar Son [su cuarto trabajo], y en ese disco no hay un solo hi-hat, no hay un solo metal, nada brillante. Martín se tuvo que armar una batería totalmente distinta, con un cajón peruano. Era un delirio su armado para reproducir las distintas capas del disco.
Hoy en día, tu búsqueda compositiva es cada vez menos deliberada, casi como traer la presa sin salir a cazar. ¿Cómo es tu metodología?
Bueno, puedo estar horas buscando. Entro en un estado zen tal en donde yo misma desaparezco, donde pierdo la noción de espacio-tiempo. Vivo el presente.
Cuando me siento observada, incluso por mí misma, aparece el concepto, la idea y el juicio, cosas que no le hacen bien a la música que estoy haciendo.
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Juana Molina se presenta regularmente en distintos formatos. Desde tocar con banda, a dúo o en solitario, esta multiinstrumentista de arreglos sencillos y múltiples capas sonoras sorprende por sus combinaciones estilísticas así como por algunas subdivisiones rítmicas de su propuesta. Verla en vivo, sin embargo, es entregarse siempre al encuentro.
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¿Empezás a trabajar con loops por estética sonora o por miedo a que los músicos se aburrieran y dejasen el proyecto?
No, te cuento. (Risas.) Mi manera de tocar desde siempre fue en forma de loop sin que yo supiera que lo era. Yo tocaba mucho tiempo la secuencia de acordes en loop pero no conocía el concepto. Para mí era algo repetitivo que a la larga funcionaba como un mantra. Cuando hice Rara le inserté las partes B para darle forma de canción. Pero cuando hice Segundo volví a mi esencia musical, a esa cosa que los japoneses bautizaron como Onkyokei, “río que fluye”. Son un montón de capas con ríos y afluentes que van haciendo cada uno lo suyo. Lo que pasó fue que cuando tuve que presentar Segundo en vivo imaginé que los músicos se iban a aburrir de tocar todo el tiempo lo mismo. Empecé a pensar en la existencia de un aparato que lo hiciera, antes de que se inventara, o al menos que supiera de su existencia. Nunca se me ocurrió que alguien podía hacerme un pedal a medida. Yo lo buscaba en los negocios y no lo tenían. Pero era todo producto de mi inseguridad. En los discos, los loops están tocados, por eso son blandos, móviles, no exactos. Es más orgánico, hay alguna nota no suena o suena menos. Es siempre lo mismo, pero irregularmente.
Para ser gráfica, conté el chiste del gato [hidráulico] en la Caja Negra, ese del que se le queda el auto en el medio del campo… Esto fue lo mismo. Yo ya me imaginaba que cuando les dijera lo que tenían que tocar se iban a aburrir, sin siquiera haberlo probado. (Risas.) Yo ya había descartado esa posibilidad.
De todas formas, disfrutás mucho de tocar en solitario, ¿verdad?
Sí, pero mayormente toco con otros músicos. De hecho, toco sola ocasionalmente. Me encanta tocar sola porque cualquier cosa que se me cruce por la cabeza puedo hacerla, incluso cambiar el rumbo de la canción. Hay una libertad que disfruto mucho de ese proceso. En otras ocasiones me gusta tener algo más potente, más armado. Pero ahora, que me animé a hacer esta improvisación total en vivo, siento enorme placer.
Y ¿cómo lo vivís en escena? Porque se debe sentir un vértigo bastante grande.
Sí, pero es tal la satisfacción que no importa. Hasta ahora, lo habré hecho ocho veces y ha salido muy bien. Es como agarrar todo lo que pasa en el momento e incorporarlo. Es algo de lo que la gente también se siente partícipe. A veces les pido que me digan algo para incorporar. Lo hago para que generar una prueba de que no está todo armado. A veces les pido que elijan el sonido, que me den un número, y yo lo pongo en el teclado. A veces es un sonido inmundo y tengo que hacer algo con lo que me toca.
Eso pone en práctica toda tu capacidad histriónica. Ya no es solo un show musical, empezás a interactuar y jugar con el público.
Sí, es un show que me encanta hacer en lugares relativamente chicos, tipo como una Trastienda.
¿Ese es el show que viene a la Trastienda esta vez?
No, voy con el dúo [junto al baterista argentino Diego López de Arcaute]. Me encanta porque tiene unos momentos muy power. Hay arreglos que me dan ganas de repetir y compartir. Son presentaciones bien distintas y me encanta tener para elegir: acá hago tal show, allá hago tal otro. Poder adaptarme y evaluar las circunstancias, tener más libertad.
En el año 1989, Eduardo Mateo —de quien sos gran admiradora— llegó a experimentar con una máquina de ritmos y sintetizadores a lo largo de todo un álbum La máquina del tiempo, La mosca. ¿Qué creés que hubiese hecho si hubiera tenido una loop station?
Se hubiese vuelto loco, o a lo mejor se hubiera aburrido. Aunque no creo que se hubiera aburrido. Creo que se hubiese divertido bastante. Lo que pasa es que él tocaba tan bien que quizás… Seguramente preferiría hacer variaciones, como la coda de sus canciones en las que se va a la mierda.
Juana, en los 90 tuviste una enorme popularidad como actriz de comedia, trabajando en alguno de los más célebres programas televisivos de humor en Argentina. Poco tiempo después te alejaste por completo de aquello para dedicarte a la música. ¿Sentís haber perdido el tiempo o era parte del proceso que debías transitar?
No, no. Lamento no haber hecho música antes, pero no quiere decir que sienta haber perdido el tiempo con la comedia.
Por Carlos Dopico
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