Por Sofía Durand Fernández
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Un motivo de envidia. Una carta para darse licencias morales. Un capital y un tipo de cambio. Un lenguaje. Un producto del azar, capaz de determinar la existencia toda de un individuo. Hablar de Alain Delon es hablar de belleza. Es intrínseco. Y no una de cualquier tipo, sino aquella que es hasta capaz de generar en el espectador una reacción física. De la que es motivo del nacimiento de estándares, de los cuales Delon, durante mucho tiempo, fue referente.
“Alain Delon era la forma más extrema de la belleza que yo podía soportar: un poco más me hubiera destrozado”, escribió Leila Guerriero, en una columna de opinión en El Pais de España. Inmediatamente remite a la sensación de intentar mirar al sol y, en consecuencia, ser encandilado.
A diferencia de otros galanes contemporáneos a él, medía 1.77 metros, era de complexión delgada, y su semblante no contaba con rasgos duros. Las partes formaban un todo simétrico y armonioso en el que se destacaban sus ojos. La mirada del actor francés delataba de qué iba su esencia: una belleza rota, la materialización de “El ángel caído” de Cabanel, una trampa. La profundidad de sus iris celestes se contrastaba con la leve sombra debajo de sus ojos y advertía que había que mantener una distancia prudente.
A la pregunta de qué le gustaría escuchar de Dios al morir, contestó: “Te llevo con tu padre y tu madre, para que puedas verlos juntos finalmente”. No tuvo recuerdos de ellos juntos, y cuando se divorciaron, fue enviado a un hogar adoptivo. Volvió con sus padres biológicos tiempo más tarde, pero el daño ya estaba hecho.
La herida fundamental, la primera de tantas que fermentaron la amargura de sus últimos años de vida, cuando la gloria había quedado varios pueblos detrás.
En algún universo paralelo, habría dedicado su vida a ser carnicero, y así seguir los pasos de su padrastro. Fue un viaje al Festival de Cannes el causante del volantazo de su destino. En un principio, a Hollywood. Luego, en su Francia natal. El proyecto de su inclusión en la industria cinematográfica estadounidense llegaría años después, y no daría muchos frutos.
Bajo la dirección de nombres como Jean-Pierre Melville, Luchino Visconti y Joseph Losey, entre otros, hizo de las suyas en la pantalla grande. Interpretó a Tom Ripley en A pleno sol (1960) y compartió escenas con Jane Birkin y Romy Schneider en La piscina (1969). Sus habilidades actorales todavía son discutidas. En su tiempo era alabado por la crítica, hoy están los que afirman que, en gran medida, fue el producto de trabajar con buenos directores. El resto se le adjudica a su porte y actitud.
No necesitaba de la grandilocuencia para transmitir a través de la pantalla.
Se ganó el apodo de enfant terrible en Europa, y dio motivos de sobra para estar a la altura de este. Su romance con Romy Schneider, quien, en sus palabras, fue el amor de su vida, terminó tiñéndose de un matiz oscuro, característico de la mayoría de los vínculos que mantuvo. "Me fui a México con Nathalie. Mil cosas. Alain", eso decía la nota que le dejó junto a un ramo de rosas. La insolencia, nuevamente. La impunidad, también. Tras la muerte de Schneider, Delon le escribió cartas póstumas y, años después, admitió que andaba siempre con fotos que le tomó post mortem.
Durante las grabaciones de La piscina en 1968, estalló el Caso Markovic. El cadáver de Stevan Markovic, su guardaespaldas, fue encontrado en un basurero y el actor fue considerado uno de los principales sospechosos del crimen. La razón remitía a una carta que Markovic le había escrito a su hermano, echándole la culpa a Delon y a François Marcantoni, en caso de que le pasara algo. Una potencial causa fue adjudicada a la participación del enfant terrible en fiestas sexuales, junto a otras personalidades públicas.
En 1962, nació Ari Bolougne, hijo de Nico, ícono de The Velvet Underground. A pesar de haber sido criado por la madre de Delon, Edith Boulogne —de quien tomó su apellido— y mantener un parecido irrisorio con su supuesto progenitor, el ícono francés siempre lo desmintió. Bolougne falleció en 2023, con 60 años.
En una entrevista a un medio francés, Delon fue consultado sobre si era una molestia haber sido hermoso por tantos años. “Es un problema si sos hermoso y estúpido, que no es mi caso. Es un problema si sos hermoso y actúas mal, que tampoco creo que sea mi caso. Pero si sos hermoso, buen actor, y no tan estúpido, el problema no es tuyo, sino de los demás, porque les molesta”, contestó.
En otras ocasiones, se bajó el precio, alegando que, si fuera mujer, él no sería el tipo de hombre por el que se sentiría atraído. Pero el impacto era innegable. Era difícil que no fuera consciente de lo que generaba, no solo por su belleza, sino también por ser considerado un héroe nacional. La carta de libertad para ser impune y, en contrapartida, el as bajo la manga de la belleza: su condición efímera.
El ser humano eleva como dioses a simples mortales, para después cortarles la cabeza. Con el paso de los años, su belleza encandilaba cada vez menos y las polémicas solo aumentaban.
¿Cuán difícil es aceptar el paso del tiempo si la vida —y el acervo genético— te regalaron el don de la belleza? ¿La belleza solo puede existir en tanto y cuanto haya juventud? ¿Cuánto les cobra la sociedad a estos semidioses por no mostrarse eternamente jóvenes e impolutos?
El actor manifestó en múltiples ocasiones su deseo de partir. En el funeral de Jean-Paul Belmondo, afirmó que no estaría mal irse con él. En 2019, recibió la Palma de Oro honorífica en el Festival de Cannes, y lo definió como un “homenaje póstumo, pero estando vivo”. En 2022, expresó que deseaba morir vía eutanasia, algo que su hijo Anthony reveló en un libro. Sus últimos días estuvieron marcados por un cáncer linfático y las disputas de sus hijos. Escribió el prólogo de Alain Delon, Amours et Mémoires (2023), de Denitza Bantcheva y en este, afirmó que siempre quiso ser “el mejor, el más bello, el más fuerte”.
El mejor, el más bello, el más fuerte.
Alain Delon falleció en el día de ayer, con 88 años. Su don se esfumó mucho antes. Pero como si se tratara un espectro, se llevó consigo el mote de “el hombre más hermoso del mundo”. En el medio, y a menor escala, están las menciones a todos los actos reprochables que cometió a lo largo de su vida: la negativa a reconocer a un hijo que parecía su fotocopia, la amistad con Carlos Monzón, la homofobia, el asesinato sospechoso de su guardaespaldas, los actos violentos hacia mujeres. Nada puede borrar lo que alguna vez fue. La impunidad de la belleza, una vez más, haciendo de las suyas.
Por Sofía Durand Fernández
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