Por Delfina Montagna | @delfi.montagna
“Cualquier mujer está entrenada para descuartizarse”, es el leitmotiv que palpita en los cuatro cuentos que componen La vida por delante, antología de Magalí Etchebarne que recibió el premio Ribera del Duero.
Se dicen muchas cosas sobre qué hace a un buen cuento. Es común la noción de que las novelas se centran en los personajes, su desarrollo, y que los cuentos se centran en la trama. Dicha trama tiene que tener dos cosas: intensidad y tensión.
Pero si la lengua es un sistema de diferencias, quizás la única que valga realmente para separar estas dos cosas (novela y cuento) sea una diferencia puramente técnica: la longitud. Magalí despliega en estos relatos una habilidad que tendemos a adjudicar a los novelistas: la psicología de sus personajes está en primer plano, desarrolla y atrapa.
Algo de ambas naturalezas ocurre en simultáneo. Por un lado, da la sensación de que sus vidas —la de esa madre con delirio senil y su hija, o la de esa pareja con el director de obras insoportable— pueden continuar hasta el infinito. Que no tienen un límite preciso. Queremos saber cómo siguieron.
Por el otro, estos cuatro cuentos son un orden cerrado, y cada uno de ellos se resuelve en sí mismo de una manera fatal. Etchebarne abre con impacto, concluye con impacto y, en el punto final, nos damos cuenta de que no hubo adornos; ninguno de los elementos en el desarrollo estuvo de más.
Ni la lucidez espantosa con la que las mujeres critican a las nuevas novias de sus maridos (todas pendejas), ni la mesa llena de cajitas, recetas y medicamentos —“la vejez es una guerra y por eso su ejército”—, ni la humedad y el frizz en el pelo al bajar del avión, ni la anécdota de la adolescencia, ni la discusión sobre las reposeras, la música y las paradas para comer en el largo viaje por la ruta. Hasta el detalle del pijama guardado abajo de la cama sirve a un fin último esencial para una narrativa que desborda en destreza y resolución.
Mariana Enriquez presidía el jurado que premió a esta autora, y una vez, en una de las entrevistas comentando su último libro de cuentos fantasmagóricos, comentó que sentía que para agrupar cuentos, no necesariamente necesitaban tener un universo común, pero sí el hecho de que fueran posibles en el mismo plano. Esta regla parece aplicar —aunque no tengan nada sobrenatural— también al conjunto de La vida por delante.
Ser mujer, la edad, el paso del tiempo y la vejez (que son dos cosas distintas, porque no es lo mismo tener 40 años y que te digan MILF a estar alucinando por el Alzheimer) configuran un entramado y delinean el acuerdo tácito entre lector y escritora; aunque no sean “temáticos”, sabemos de qué estamos hablando.
Además del efecto inmediato que tiene su lenguaje coloquial, con una frescura y naturalidad inerrables, su narrativa también se sale del eje. Sin seguir una estructura cien por ciento clásica (nudo, clímax y desenlace), avistamos la vida de personajes que, más que caminar en una dirección particular, deambulan, se desorientan, desconocen. Precisamente no tienen “la vida por delante”, sino que algo ya les pasó, y no siempre lo superan, no siempre avanzan y hacen el camino del héroe. “En todos los relatos hay un clima emocional que tiene un volumen bajo (...) hay un clima emocional denso, pero que nunca estalla”, contó la autora.
“Piedras que usan las mujeres” asoma con un humor ácido y una crítica social al mejor estilo de La sustancia (2024); los culos se caen, la piel se derrite, el amor se apaga no de una forma espectacular, sino volviéndose una carga pesada, una “agonía geronte”. Las mujeres son las primeras en notar esa carga, como si de pronto te convirtieras en una moneda devaluada.
Aunque la protagonista es una, son varias las que “habían parido, habían enterrado a sus padres y habían hecho la comida todos los días dos veces al día, habían criado y no habían dormido, habían pedido turnos y dinero, rechazado viajes y ascensos (...) y hasta habían puesto el lavarropas para que sus maridos se llevaran la ropa limpia cuando se divorciaban”.
No es solo eso, lo ilógico de la división del trabajo doméstico, sino el cansancio de todos esos años y la frustración con lo más inevitable de todo: el paso del tiempo. Desesperadas, caemos muchas veces en dietas absurdas y esoterismos. Así aparece la obsidiana, una piedra negra hecha de restos volcánicos que más de una en estos cuentos se mete entre las piernas.
A este primer cuento le sucede “Un amor como el nuestro”, donde Etchebarne pudo volcar tanto su oficio como su intriga. Licenciada en Letras y editora en Penguin Random House, la escritora trabajó mucho tiempo con sagas que repiten invariablemente el mismo argumento: una chica pobre conoce a un hombre rico, se enamoran, hay sexo y matrimonio de princesa moderna. Pero este segundo relato se concentra en lo que está detrás de escena; una escritora que de Cenicienta no tiene nada, y una correctora sobria, sin onda, pero atraída por esa chispa del otro lado del texto.
Esta dicotomía —la mujer de una sensualidad diabólica y la mujer insegura, con fama de fría y amargada, incómoda por el pelo frizado, que siempre quiere ser otra— ocurre sobre el telón de fondo de las Cataratas del Iguazú y su belleza fatal: es uno de los escenarios más elegidos para el suicidio. Otra sutileza centellea en el texto: “Algo que a veces pasa —explicó Magalí—, que se supera, pero de lo que no necesariamente se sigue adelante. La pérdida de un amor es lo más doloroso que a ella le pasa; esos amores que casi siempre están como inscriptos con mucha fuerza en el cuerpo, en la vida, en las emociones”.
“Temporada de cenizas” nos pasea una vez más por la des-sacralización de la muerte y todos los detalles burocráticos, sórdidos o menos contundentes de lo que imaginamos, deben ser la línea entre vivir y dejar de hacerlo. Finalmente, “Casi siempre desesperados” nos presenta —no hay otra forma de decirlo— a un varón imposible de aguantar. “Lo que me divertía del personaje de Ramiro es la fortaleza que tiene para definirse como artista. Esto lo he oído más en los hombres”, detalló la escritora.
No es que Ramiro no tenga preguntas, más bien todo lo contrario; el director se imagina tramas como la de Luli, una obra de teatro sobre una estrella pop que nunca se ve en escenario, porque solo están allí un trabajador de backstage, un repartidor de delivery y un ambulancista. Él mismo lo reconoce, es una obra sobre la masculinidad, sobre qué les toca hacer a los hombres mientras tanto, sobre el dolor, el enojo, la desorientación, el cuerpo y la plata. Pero lo que sorprende a su pareja (como parece subrayar la autora) es “tanta energía puesta en definirse, el problema del ser y hablar de sí mismo, envidiable que su propia vida le despierte tantas ganas”.
Sobre el mérito que la hizo convertirse en la tercera autora argentina en ser galardonada por el premio Ribera del Duero, Enriquez desarrolló: “No hay una voz como la de ella, es diferente, fresca, pero muy cuidada y literaria. Escribe con gran inteligencia y humor. Hebe Uhart era una de las escritoras más notables de la Argentina, y ella decía: ‘Los escritores argentinos no escuchan y se miran desde el ombligo’. Magalí escucha, escucha perfectamente; todas las voces que compone son carnales”. A la escritora argentina la acompañaron como jurado el español Carlos Castán y la mexicana Brenda Navarro.
Sin dudas, en su escritura se aprecia un estilo que parece fluir sin esfuerzos; en vez de cargar las tintas es breve y ligera, y su potencia no se restringe ni a temática, ni a estilo ni a astucia para captar una época y sus personas, sino a una sinergia entre todas esas cosas.