Sobre el libro:
El César di Candia periodista nos muestra lo que ocultó durante 50 años: su alma al desnudo.
Acostumbrado a desnudar las ajenas, el mejor entrevistador del siglo XX uruguayo apenas nos dejaba sospechar su fina sensibilidad en alguna pincelada sobre el entorno o en la selección de un gesto del interpelado contado con austeridad. Ahora, en este libro, devela los resortes intelectuales y emocionales que lo movilizaron en sus proezas periodísticas.
Las respuestas imposibles de conseguir, las franquezas inesperadas, las amarguras y las iras apretadas en algunas frases, componían sus reportajes y crónicas, esas fotografías tan implacables como esplendorosas.
¿Cómo lo lograba? Aquí nos cuenta una parte al menos: la historia de 18 grandes historias.
Hermano menor -solo por edad- de la generación del 45, despliega en sus crónicas de presos, de locos, de jóvenes delincuentes, de desamparados, toda su fortaleza crítica, minuciosamente ácida. Y toda su astucia para lograr de un entrevistado esa respuesta con la cual sueña todo periodista.
Difícil, después de esta lectura, desprenderse de la mirada loca del Mincho, del gélido aire de fanatismo que supo respirar Bordaberry, de las risotadas grotescas de Jorge Batlle, de la profundidad humana del padre Cacho, de las devastadoras lágrimas de China Zorrilla, del quebrado semblante de Zelmar poco antes de su muerte.
Oficio de periodista es un libro de buen periodismo hermosamente escrito.
Sobre el autor
César di Candia Nació en Florida, Uruguay, el 24 de octubre de 1929, aunque por propia decisión optó por La Paloma, en Rocha. Periodista y escritor, ingresó al diario El país en 1954, dirigió la revista humorística Lunes y volvió a ese género con El Dedo y Guambia. Trabajó con diferentes grados de responsabilidad en Repórter, Hechos, La Mañana y Marcha. En el semanario Búsqueda publicó sus célebres reportajes especiales durante quince años. En 1999 vuelve a El País realizando investigaciones que se publican los sábados. Ha hecho del género periodístico un estilo literario: Ni muerte ni derrota (1987, reeditado en el 2006), El viento nuestro de cada día (1989), Los años del odio (1993), La generación encorsetada (1994), Grandes entrevistas uruguayas (Recopilador, 2000), Sólo cuando sucumba (2003), Tiempos de tolerancia, tiempos de ira (2005). Vuelve a escribir para Búsqueda en una sección de viñetas bajo el título Fantasmas del pasado, perfumes de ayer, editadas en forma de libro en 2006. Ha incursionado en cuentos y, como novelista, con El país del deja, deja (1996), Resucitar no es gran cosa (1997) y Concierto para doble discurso y orquesta (2003). Rindió homenaje a su pueblo adoptivo en un libro editado en 2004, La Paloma, y a la costa uruguaya con Pequeño mundo en 2007. La exuberante recopilación de material que recogió para Resbalones y caídas, un siglo de política uruguaya (2009), le permite una segunda entrega Tropezones y porrazos (2010). Su último trabajo es un libro de cuentos titulado Olor a mar (2011).
Mirá la entrevista que le realizó Daniel Figares en "Non-fiction" |
Leé el primer capítulo de este libro
LA VOZ QUE CLAMÓ EN EL DESIERTO
Se bajó del ómnibus interdepartamental y caminó despacio por
el trillo de los carros, hacia el lugar que el Ministerio de Salud
Pública le había otorgado para trabajar. Tenía ya una edad inapropiada
para volver a empezar, no conocía ese pueblo, nunca había
estado en un lugar así y, para colmo de males, había nacido mujer.
Ninguna de esas condiciones se adecuaba a la idea que la gente
del lugar tenía de un médico rural. Pero a esa altura de su vida, ella
no había encontrado un mejor futuro y además estaba sola, porque
la violencia de aquellos años de enfrentamientos insensatos la
había castigado con mucha dureza.
Señoras de rostros hostiles salían de sus casas y la observaban
poniendo a sus niños detrás de sus polleras, como protegiéndolos
de un peligro desconocido. Algunas la saludaron con un leve movimiento
de cabeza, otras le demostraron claramente su desconfianza,
ninguna pareció alegrarse con su presencia. Cuando llegó
al lugar que el Ministerio consideraba apropiado para proteger la
salud de la población, comprobó que tenía una suciedad de años,
le faltaban los vidrios, la puerta de calle no cerraba, el baño carecía
de cisterna, las maderas de los pisos tenían agujeros de mordeduras
de ratas, chorreaba agua del cielorraso, no existía ninguna
estufa, ni una garrafita para cocinar ni un calentador para la ducha.
Esa tapera debía ser su consultorio, su sala de espera, su
dormitorio, su baño, su cocina, su vida.
La doctora María Mirandette encaró el desafío porque necesitaba
vivir y, además, porque se había enamorado perdidamente de
los cerros azules, del paisaje maravilloso que la rodeaba, del monte
virgen cercano y sobre todo de la soledad, que se intuía como
una evaporación de la tierra.
Pidió ayuda a las oficinas del Ministerio y nunca obtuvo respuesta.
Claramente, el gobierno había decidido que su política para
atender a los enfermos más pobres, aquellos que no podían pagar
su afiliación a la sociedad médica local, consistía en que aguardaran
turno en un banco de tablas apoyadas en ladrillos, entre las
deyecciones de las ratas, usaran el catre de la doctora como camilla,
acarrearan su propia agua si debían ir al baño y se acurrucaran
en los rincones, donde llegaban con menos rigor la lluvia y el frío.
La doctora, como pudo y a su costo, reparó las heridas del rancho.
Hizo poner los vidrios y tapar las cuevas de las ratas. Compró una
cocinilla de gas y un chuveiro de contrabando. Consiguió seis vasos
obsequio de la Coca Cola, un roperito tambaleante, una lámpara
de queroseno para los apagones, una estufa eléctrica de rulo,
contemporánea de la inauguración de las redes eléctricas en el
país, y una hamaca vieja de jardín, que también comenzó a usar
como sofá. En ella, durante las noches de verano tomaba mate,
escuchando a Beethoven y conversando con su perro Caramelo y el
resto de su familia de adopción: otros tres perros, y un gato ciego y
sin dientes que dormía en el regazo del primero que decidiera cerrar
los ojos para pasar la noche. Durante meses, careció de amigos.
Los días feriados, en los que nadie trabajaba, no la visitaba ni
una sola persona del pueblo, salvo para requerir sus servicios.
Fue el comienzo de una larga historia de aislamiento, discriminación
y tristeza. El médico del CASMU que me había dado la información
tenía razón. Una historia como esa, de olvidos oficiales y
de destratos inmerecidos, merecía ser contada.
Llegué a Curtina una mañana de finales de julio y empecé a
recorrer el pueblo lentamente, buscando ese lugar que el Ministerio
se empeñaba en llamar "policlínica", donde vivía la doctora María
Mirandette. Claramente, me había convertido en Cleant Eastwood
entrando al paso de su caballo a Dodge City, con los ojos entrecerrados,
la nariz fruncida y la boca aguantando un puchito mojado,
mientras en las afueras del saloon de puertas de vaivén dos viejos
de aspecto patibulario escupían tabaco, el viento hacía correr por
las calles los fardos de alfalfa y los pocos habitantes lo observaban
con recelo. En Curtina en 1994, había dos o tres boliches y, a su
frente, caballos atados y algunas bicicletas. Una escuela modesta
desde cuyas ventanas salían risas de niños. Una pequeña capilla
sin cura estable, encogida y friolenta. Una casa vieja con un escudo
herrumbroso que identificaba a una subcomisaría. Alguna carnicería.
Un par de provisiones con salames colgando que se alternaban
con largas tiras engomadas para cazar moscas. Ningún lugar parecido
a una farmacia o una panadería o un sitio donde las personas
pudieran juntarse, conversar, compartir sus días, desearse buenas
noches y hasta sentirse felices.
La doctora me recibió con una media sonrisa demasiado forzada
para ser definida como hospitalaria. Era una mujer de edad más
que mediana, rostro duro, vestir austero y una mirada profundamente
triste. Podía jurar, sin conocerla, que su enemistad con el
resto de la humanidad llevaba ya muchos años. Comimos frugalmente
y casi en silencio sobre una vieja mesa que cojeaba por una
de sus patas, a medio devorar por las polillas. Recién abrió su corazón
al servir los cafés. A medida que hablaba parecía irse excitando
y en más de un momento tuve la sensación que se sobreexponía,
llevada por quién sabe qué oscuros proyectos zozobrados en el
pasado. Algunas cosas que me contaba no eran fáciles de creer.
Los tres caudillos políticos de la zona pretendían, incluso empleando
la violencia, que ella atendiera solamente a los pacientes que
ellos le enviaban, porque los médicos del pueblo eran considerados
como de su propiedad. La mayoría de las mujeres no sabía qué
era el orgasmo y mucho menos el placer sexual. La ignorancia era
tan grande que había señoras que en su primer embarazo no tenían
idea del lugar de su cuerpo por donde iba a salir el niño.
Estaba tan extendido el consumo de alcohol, lo que en definitiva no
era más que una forma de liberación, que muchas veces, había
atendido a niños de nueve o diez años alcoholizados. La población
estable la despreciaba a tal punto que nadie le quería vender leche
o leña. Una vez le habían querido hacer firmar un certificado de
defunción de un peón rural supuestamente muerto de una afección
cardíaca en una pelea, pero al revisar al muerto comprobó que
tenía un balazo en la nuca. Algunos dueños de campo ejercían el
"derecho de pernada", de origen medieval, que obligaba a los siervos
a acceder a que los patrones pasaran la primera noche con sus
novias. La prostitución infantil era terrible y lo sabía por la cantidad
de menores de doce a catorce años que iban a tratarse con ella por
enfermedades venéreas.
Tengo muy claras, y además quedaron impresas, las últimas
preguntas de la entrevista, publicada en dos semanas consecutivas1,
y sus contundentes respuestas.
-¿No tiene miedo que este reportaje le acarree problemas en el
pueblo? ¿No piensa que hay gente que puede sentirse ofendida con
usted?
-No, porque he sido sincera.
-La sinceridad no es un atenuante.
-He tenido tantas topadas que otras más no me preocupan.
Esa excesiva confianza le trajo disgustos que no esperaba, problemas
y persecuciones de toda índole. La doctora María Mirandette
fue expulsada de Curtina luego que, durante varias noches, la
policlínica donde vivía fuera apedreada por grandes grupos de personas
fuera de control. El jueves 11 de agosto, el mismo día en que
apareció la segunda parte de la entrevista, la Junta Departamental
de Tacuarembó atacó durísimamente a la doctora Mirandette por
sus declaraciones "agraviantes" y las salpicaduras de las críticas
alcanzaron al semanario que había publicado sus denuncias y al
periodista que las había escrito. Luego de los desmentidos, hechos
sin haber tenido tiempo de investigar nada, la Junta Departamental,
además de solidarizarse con la población de Curtina, resolvió
"Solicitar al Ministerio de Salud Pública que adopte medidas urgentes
ante la situación creada en dicho pueblo debido a las declaraciones
de una funcionaria de ese Ministerio asegurando la continuidad
de los servicios".
Fiel a la solicitud de los ediles de Tacuarembó, el Ministerio de
Salud Pública trasladó a la doctora Mirandette a una dependencia
de un barrio periférico de la capital departamental, y los directivos
de su otro empleo, la Sociedad Médica del departamento, no anduvieron
con tantos circunloquios: simplemente decidieron cesarla.
Si de objetividad se trata, es preciso recordar que el presidente de
la República era el doctor Luis Alberto Lacalle, el ministro de Salud
Pública respondía a su grupo político y los tres caudillos que dominaban
Curtina (un lugar donde casi no había colorados y los frentistas
y los nacionalistas de otro pelo eran una rareza de museo)
pertenecían al herrerismo.
En el intento de reconstruir las circunstancias que rodearon algunas
entrevistas, traté de localizar a la doctora Mirandette. De
oficina en oficina y de celular en celular, llegué finalmente a ella,
por mediación del doctor Ciro Ferreira, director laureado del hospital
de Tacuarembó. "No quiero hablar más de aquel tema -me dijo
la doctora con una voz notoriamente avejentada-. Me humillaron,
me despreciaron, me desollaron viva por haber contado la verdad. Si
no hubiera sido por la ayuda del doctor Antonio Chiessa, ya no estaría
en este mundo. Tengo muy presente que usted me alertó, pero yo
no quería seguir manteniendo encerrados dentro de mí esas situaciones
horribles. El costo fue estar años muerta en vida. Discúlpeme,
pero no quiero estar de nuevo en exposición pública".
Respetando sus deseos, esta nota, ya empezada, quedó en el
congelador de lo que se debe pero no se puede. Pocas semanas
después de aquella conversación telefónica, en pleno noviembre
de 2011, el hallazgo de una red de prostitución infantil en Curtina
trajo al recuerdo, de algunos memoriosos, aquellas entrevistas de
1994 en las que la doctora Mirandette había denunciado puntualmente
lo mismo sin que a nadie se le moviera un pelo, salvo para
sancionarla por mentirosa: en una de las tertulias matinales de radio
El Espectador, al debatirse el tema, alguien trajo a colación las
citadas conversaciones de 1994 que fueron leídas parcialmente. El
18 del mismo mes, en el suplemento Qué Pasa del diario El País,
otro periodista insistió con lo mismo. Fue al archivo y desnudó, en
un recuadro, la vieja costumbre nacional de barrer para abajo de
la alfombra. Diecisiete años después de aquellas afirmaciones que
le costaron la destitución de su cargo y el oprobio de la gente, se
había probado que los dichos de la doctora Mirandette eran ciertos.
Probablemente nadie la había consultado, porque de haberlo
hecho, ella se habría negado a toda forma de publicidad, como lo
hizo conmigo. Pero al haber quedado inadvertidamente en el gran
escenario nacional, mis problemas de conciencia para mantener el
tema oculto, se aclararon bastante. Y escribo bastante, no del todo.
En aquellas entrevistas, la doctora María Mirandette me había
contado de su felicidad por haber encontrado un lugar dotado de
un ámbito natural tan absolutamente privilegiado y de las circunstancias
afortunadas que la habían llevado a trabajar allí. Caminando
sola y en silencio, procurando vivir como parte esencial de la
misma naturaleza, fue feliz por un tiempo. Por lo menos, el necesario
para constatar que la naturaleza no es puramente vegetal, que
también está integrada por otros seres vivos. Cuando estos llegaron
para castigarla, ya era demasiado tarde.
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